Fueron varios los factores por los que, por primera vez, todo un presidente del Gobierno adelantaba la clausura de uno de los congresos más importantes de su partido. Su discurso estaba previsto para el domingo por la mañana, pero el sábado a media tarde cogía un avión regular con destino a Granada para clausurar el cónclave que tenía por objeto despedir a Javier Arenas como líder del PP andaluz y abrazar a Juan Ignacio Zoido como sucesor, en medio de un sentimiento de pena y zozobra generalizado.
En Moncloa no hacían sino saltar las alarmas. A la misma hora que estaba prevista la llegada de Mariano Rajoy a la ciudad andaluza, se esperaban decenas de autobuses cargados de funcionarios enfadados con sus políticas. La Delegación del Gobierno enviaba un SOS advirtiendo de que el Palacio de Ferias y Congresos era “una ratonera” si cientos de personas, como estaba previsto, acudían a protestar. Existía una preocupación real por la seguridad. Además, la jornada estaba siendo aciaga en materia de comunicación. Todos los medios digitales arrojaban noticias negativas relativas al Ejecutivo; desde ocultación de datos sobre los duros ajustes hasta el hecho de que los periodistas extranjeros estaban mejor informados que los nacionales.
Todo ello iba llegando a la cita andaluza, ya de por sí apagada po, el adiós de Arenas, casi un Dios durante muchos años para los militantes y que se iba sin lograr su gran reto: la Junta de Andalucía. “Este Congreso debía de ser de éxtasis por la victoria electoral, pero es de lágrimas y más lágrimas”, admitía un cargo de la cúpula. E iban cayéndose del cartel altos cargos: primero la vicepresidenta, Soraya Sáenz de Santamaría; después el ministro de Haciendo, Cristóbal Montoro. Tampoco llegaban invitados VIPS previstos, como Alberto Ruiz-Gallardón, Ana Mato y varios líderes regionales.
Parecía un auténtico funeral político, con los presentes desinflados, sin ganas de aplaudir. De repente, cundió el nerviosismo: “Puede que el presidente no venga”. El rumor se esparció como la pólvora, mientras que oficialmente ni se confirmaba ni se desmentía. El equipo de seguridad de Moncloa llegaba entonces al congreso. A las siete, la sorpresa, una hora y media después de que el protagonista entrara en el auditorio: “Rajoy interviene hoy”. El motivo: “El ambiente no está para fiestas”, se escuchó por megafonía.
El presidente entró por una puerta auxiliar, no por la principal. Pero a esa hora no hubo protestas, a pesar de los intentos de convocar a través de las redes sociales. Ya dentro, ovación cerrada y por varios minutos. Rajoy, visiblemente cansado -dicen los suyos que está tocado, que ha sido un golpe muy duro subir el IVA y recortar prestaciones-, entró entonces al debate político, centrado en exclusiva en las reformas. Pero evitó la letra pequeña y no dio detalles técnicos.
“No vengo a hablar ni de números, ni de cosas técnicas, ni de decretos, ni del Boletín Oficial del Estado, ni de leyes, ni de reglamentos”, introdujo. Su alocución fue 100% política, de insuflar ánimos a un equipo venido abajo. Él mismo lo reconoció, al decir que ni a sus ministros ni a su partido le gustan las políticas emprendidas, aunque sean imprescindibles. “No es lo que nos gustaría pero sí lo que debemos. Es la convicción de que estamos cumpliendo con nuestro deber, de que estamos haciendo lo que es preciso hacer”, incidió.
Un discurso breve, pero intenso. Aún agotado físicamente, quiso que los suyos se vinieran arriba: “No son decisiones agradables ni populares. No son fáciles de tomar. Pero os diré una cosa, ¡no tenéis nada de que avergonzaros, no tenemos nada de que avergonzarnos, podéis salir de aquí con la cabeza bien alta!”, exclamó. Y con la misma contunencia aseguró que el Gobierno trabaja “en beneficio de quienes nos aplauden”, pero también “de los que callan y protestan”. “En beneificio de todos sin consideración partidista”, añadió.
Aún comprendiendo “las frutaciones” e, incluso, “el malhumor”, Rajoy se reafirmó: “Si no tomáramos estas decisiones las cosas estarían mucho peor. Hacemos lo que tenemos que hacer”, sentenció. Mientras, Alemania sigue apretando, reclamando al reino de España una intervención total; extremo que provoca los temores del Ejecutivo. El presidente no mentó esta posibilidad, pero no rehuyó la idea de que la situación es difícil y vendrán tiempos aún más complicados: “Voy a decir la verdad sobre lo que ocurre porque lo españoles tienen derecho a ello”, afirmó.
Rajoy pidió “ayuda” a todos. Al PP y a los españoles. “El momento no es bueno”. El camino a transitar “para salir del pozo” estará “cargado de sacrificios”. Y la herencia, dijo con vehemencia, es “mucho más difícil de lo que creíamos”. “Nunca me gustaron los tópicos pero, después de escuchar algunas cosas, ya no los aguanto”, resaltó, en referencia a lo escuchado y leído en Europa sobre sus compatriotas. Eso de que “en España la gente no trabaja”, explicó.
Una intervención cargada de cercanía -recordando a los desempleados- y dramatismo. Como en el Congreso, de tintes churchilianos. Solemnizó que se dejará la piel hasta que “quienes sufren estrecheces” mejoren su situación. “España saldrá adelante”, proclamó a modo de broche final. Pero a su salida, a un puñado de funcionarios -no más de treinta- les dio tiempo a llegar para criticarle. La cuesta se antoja muy empinada.