Pese a contar con expertos en mercadotecnia política y ser considerado él mismo todo un experto en campañas políticas, Rubalcaba asiste impotente a un goteo de malas noticas y palos en la rueda procedentes de las propias filas socialistas.
De la aclamación ha pasado a ser un figurante al que Zapatero no tuvo en cuenta a la hora de lanzarse a un consenso con el PP para reformar la Constitución que en el equipo del candidato socialista se contempla como una agresión en toda regla. Este "ninguneo" ha sido matizado en parte por la teoría de que ha sido Rubalcaba quien ha logrado que no se incluya una cifra concreta en la reforma, detalle que según el PP no fue objeto de discusión entre populares y socialistas.
Sea como fuere, la relación entre Zapatero y Rubalcaba es tan áspera y gélida que el desplante del candidato al presidente en los pasillos del Congreso, cuando rehusó pararse para departir con la excusa de que se iba a tomar un café, refleja a la perfección la enorme distancia entre ambos dirigentes socialistas.
Y en medio de esa descoordinación, en la que barones (Vara), ministros (Chacón) y ex ministros (Sevilla y López Aguilar), así como federaciones enteras (los socialistas catalanes), se dedican a amplificar su malestar con la reforma, una cascada de renuncias a figurar en las listas, cual es el caso Salgado, Chaves, Bono, etcétera.
En semejante contexto, Rubalcaba sólo parece encontrarse cómodo en la gestión de fenómenos como los indignados, cuya presión en la calle se dirige no tanto al Gobierno como a la oposición. La convocatoria de movilizaciones sindicales es otro de los factores que sustenta las tesis de orientación más izquierdista de Rubalcaba, quien pretende aparecer ante los sectores movilizados como el único líder creíble y dispuesto, por ejemplo, a acabar con privilegios políticos e instrumentos como las diputaciones, por ahora y a falta de menos de tres meses para las elecciones, la única propuesta de Rubalcaba