Hace unas semanas, la "performance" etarra a cuenta de los zulos era saludada por el New York Times con un editorial en el que desempolvaba todos los tópicos que hasta el progresismo más benévolo con los terroristas había descatalogado. Toda la colección de lugares comunes desmentidos hasta la saciedad por la historia y la propia persistencia criminal de la banda eran rehabilitados por un periódico cuya desenfocada opinión sobre algunos de nuestros problemas más importantes queda confirmada con su pronunciamiento editorial sobre el pretendido referéndum de secesión en Cataluña.
Referéndum, sí; independencia, no. El aparente equilibrio perfecto de la corrección política que compra el supuesto argumento democrático detrás del desafío soberanista.
No es sólo que el diario neoyorquino debería revisar la eficacia de lo que gasta en la información sobre España si esta genera análisis tan desenfocados, sino que debería releer la historia, bien reciente por cierto, de su propio país. Como federación, Estados Unidos se consolida al precio de una sangrienta guerra civil. Pero mucho antes, en el origen del sistema constitucional de los Estados Unidos, se encuentra la primacía de la Constitución, su extremada rigidez como garantía de estabilidad que la pusiera a salvo de mayorías coyunturales y la garantía judicial de su aplicación.
Es característico del progresismo académico aplicar una descarada doble moral en sus juicios, considerando legítimo y aceptable para otros lo que no tolerarían en su propio país. No menos característica es su ofuscación por la identidad como el gran "mantra" de la política de nuestro tiempo, lo que encaja bien con el victimismo nacionalista y su relato de pérdida identitaria.
Pero el argumento democrático que pretende avalar el referéndum secesionista es profundamente falaz, porque lo democrático es el respeto a la ley y a la pluralidad, y los independentistas catalanes no cumplen ni lo uno ni lo otro, como cualquiera puede apreciar en la imposición hegemónica del paradigma independentista mediante su capacidad de control social y mediático.
Y si se adopta una posición "funcionalista" ante el referéndum, las conclusiones no son muy distintas. El argumento de que el referéndum resolvería el problema de una vez por todas es un simple espejismo. Quebec y Escocia nos ilustran sobre el escaso apego de los independentistas a los resultados de este tipo de referendos cuando no se corresponden con sus deseos. Y lo cierto es que hay una lógica detrás que los compañeros de viaje de los independentistas no quieren ver. Porque si se atribuye un presunto "derecho a decidir" a una parte de la población del país, ¿en virtud de qué ese derecho podría ser retirado? Y si se atribuye esa decisión a una parte, ¿por qué se excluye al resto de los ciudadanos?
Ningún editorial del New York Times va a determinar un plebiscito secesionista en Cataluña. Habrá dado una alegría pasajera a los independentistas que les consuele transitoriamente de su fracaso reiterado en internacionalizar sus pretensiones. Pero eso no significa que no haya que prestar atención a esta cuestión cuando se avecina el choque contra la legalidad constitucional del independentismo catalán en el que cuentan con producir un impacto favorable a sus demandas en la opinión internacional y descalificar la actuación del Estado.
El independentismo viene trabajando en la movilización de una red de personalidades bien situadas en ámbitos académicos norteamericanos. Una estrategia que no ha encontrado respuesta en un esfuerzo debidamente dotado y definido de influencia en el mundo de las universidades, de think tanks y de los prescriptores de opinión. España cuenta con medios, credibilidad y presencia suficiente en Estados Unidos, cultural y empresarial, como para prevenir que se asiente –incluso en núcleos reducidos, pero potencialmente influyentes– una distorsión como la que contiene el editorial que comentamos.