Probablemente la democracia española nunca ha tenido una justicia tan politizada. Es difícil decir si se trata de un temprano fruto de la infame reforma puesta en marcha por Gallardón, que ha entregado el control completo de los máximos órganos judiciales del Estado, si es que no lo estaba lo suficiente, a los partidos políticos.
Pero sea culpa de la última vuelta de tuerca al control político de la judicatura, sea parte de un proceso mucho anterior, lo cierto es que en los últimos meses la catarata de decisiones judiciales cuanto menos sorprendentes y en algunos casos incomprensibles –o quizá demasiado comprensibles- ha alcanzado un grado más que preocupante.
Un mal antiguo
Podrá decirse, no obstante, que el mal no es de ahora: remontándonos mucho en el tiempo podremos recordar la ya entonces más que polémica sentencia del Tribunal Constitucional sobre la expropiación de Rumasa, en 1983.
Más cerca hay otros dos ejemplos especialmente sangrantes también desde el alto tribunal: la legalización de Bildu, en contra de una sentencia firme del Supremo y superando por un amplísimo margen las competencias que le son propias al TC; y la sentencia sobre el Estatuto de Cataluña, un enjuague en el que había mucha más política que derecho constitucional.
Semanas negras
Sin embargo, en las últimas semanas o meses parece haberse precipitado una catarata de decisiones que, además, se han extendido a otras instancias y que no pueden por menos que preocupar a un sector importante de la ciudadanía.
La urgencia en la excarcelación de etarras –de nuevo ETA- afectados por la doctrina Parot ha sido sin duda el más escandaloso de esta última hornada de casos, con el remate del ascenso político decidido sólo unas semanas después del juez que había decidido el asunto con su voto de calidad, Fernando Grande-Marlaska.
La externalización de varios hospitales en Madrid ha sido otro caso de un periplo judicial disparatado y con un final –la cuestión no se ha dilucidado judicialmente pero sí se ha cerrado políticamente- que llama a la reflexión: tras esperar ocho meses una decisión del Tribunal de Justicia de Madrid sobre medidas cautelares, la Comunidad de Madrid decidió que la situación de inseguridad jurídica no podía sostenerse y canceló el proceso.
Pero seguramente el más sorprendente auto judicial de los últimos tiempos ha sido el referido al acto de acoso perpetrado frente al domicilio de la vicepresidenta Sáenz de Santamaría, que una juez fuertemente vinculada al PSOE calificó como "un mecanismo de participación democrática", pese a tratarse de una protesta no convocada legalmente –no se pidió la correspondiente autorización previa- y a su desarrollo cuanto menos intimidatorio frente a un domicilio particular, por mucho que fuese el de un destacado político.
Una decisión todavía más llamativa, si cabe, tras conocerse lo que la misma magistrada decía cuando la atacada era su por entonces jefa, la ministra Bibiana Aído: "Se han manifestado frente a la casa de sus padres" decía como muestra de un ataque "como nunca en la vida se había atacado personalmente a un ministro del gobierno de España".
Lo que queda por venir
Este mismo viernes dos noticias más nos ponen en guardia ante asuntos que han de llegar y sobre los que no cabe ser muy optimista: la ponencia presentada por la magistrada del Tribunal Constitucional, Adela Usúa, hace pensar que cualquier sentencia puede salir del Alto Tribunal sobre la declaración separatista catalana.
Del mismo modo, que varias decenas de jueces catalanes firmen un manifiesto para justificar la constitucionalidad de dividir España resulta muy poco tranquilizador, porque el independentismo puede ser una causa política más o menos defendible, pero que el artículo 1 de la Carta Magna dice que "la soberanía nacional reside en el pueblo español, del que emanan los poderes del Estado"; y que el artículo dos asegura que la propia Constitución "se fundamenta en la indisoluble unidad de la Nación española, patria común e indivisible de todos los españoles" resultan argumentos difíciles de negar jurídicamente.