La organización terrorista ETA secuestró el 10 de julio de 1997 a Miguel Ángel Blanco, un joven concejal del PP en la localidad de Ermua, en Vizcaya. No era un cargo público de relevancia. No era conocido más allá de su propio pueblo y de las estructuras internas del PP vasco. No se dedicaba profesionalmente a la política. Se ganaba la vida trabajando como economista en una consultoría de la vecina Eibar (Guipúzcoa) y en sus ratos libres tocaba en un grupo de música con sus amigos.
Los etarras reivindicaron su secuestro en una llamada a la posteriormente clausurada Egin Irratia, una emisora de radio que hacía de altavoz a los intereses de ETA, y lanzaron su intento de chantaje al Estado de derecho: o todos los terroristas que estaban cumpliendo condena eran trasladados a centros penitenciarios del País Vasco y Navarra en cuarenta y ocho horas o asesinarían al edil popular secuestrado.
El secuestro supuso un punto de inflexión en la actitud de la sociedad española ante el terrorismo y, especialmente, en el País Vasco, donde los ciudadanos habían convivido durante más de treinta años con la barbarie etarra intentando pasar de perfil, sin enfrentarse directamente a los que llenaban las calles de esa región y del resto de España de sangre y terror, sin decir una palabra más alta que otra a todos los que apoyaban la barbarie etarra en las calles vascas.
El inicio de las movilizaciones se inició en la propia Ermua. Pocos minutos después de conocerse el secuestro, la Policía Local llamó con megáfonos a los ciudadanos a manifestarse por la liberación del concejal y miles de personas acudieron a esa llamada. Durante 48 horas, seis millones de personas salieron a las calles de España con la falsa esperanza de que ETA no se atrevería a asesinar al edil ante semejante clamor popular.
Con el paso de las horas, la angustia y la impotencia empezaron a generar escenas nunca vistas antes en las calles vascas. Los ciudadanos cercaban las herriko tabernas de Herri Batasuna y lanzaban objetos contra ellas. Incluso, en algunas localidades, se intentó agredir a algunos batasunos que entraban o salían de estos locales. La Ertzaintza, objetivo de los terroristas, tenía que proteger a los proetarras y sacarlos en furgones policiales para que no fuesen linchados.
Dos imágenes pasarían aquellos días a la historia. La primera, la del por entonces alcalde de Ermua, Carlos Totorica (PSOE), extintor en mano, evitando que algunos habitantes indignados prendiesen fuego a la herriko taberna local con algunos proetarras dentro. La segunda, la de los ertzainas desplegados en Ermua quitándose el verdugo que habitualmente les cubre la cara y fundiéndose en abrazos con los manifestantes. ETA y su entorno estaban acosados y aislados por la ciudadanía.
Los habitantes de toda España, incluidos lo vascos, cambiaron su visión sobre la problemática del terrorismo y exigieron, de forma rotunda, que todos los partidos políticos se unieran y adquirieran un compromiso sin ambigüedades para acabar con ETA. Los propios políticos entonaron aquellos días el mea culpa por el exceso de diferencias que habían mantenido en la forma de enfocar la lucha contra el terrorismo.
Aquella revuelta ciudadana contra ETA, aquella exigencia de unidad de los demócratas contra el terrorismo y la disposición pública de los políticos por llevarla a cabo fue lo que se conocería como espíritu de Ermua. Mientras en el imaginario colectivo la derrota de la banda criminal estaba cada vez más cerca, se empezaba a fraguar una de las mayores traiciones a la democracia española y a la memoria de las víctimas del terrorismo.
Los dirigentes del PNV participaron en aquellos movilizaciones cívicas que plantaron cara a ETA y sus acólitos aquellos días de julio de 1997, pero tenían varias preocupaciones. Por un lado, que la indignación ciudadana terminase alcanzando también al nacionalismo vasco y el partido perdiese el control de todas las instituciones vascas. Por el otro, que la derrota final de la banda terrorista restase poder estratégico al PNV a la hora negociar prebendas con el Gobierno central.
Tenían otra preocupación más: que la inercia creada por el espíritu de Ermua les llevase a un enfrentamiento directo con ETA que el PNV nunca había deseado. Es por ello que por lo bajo plantearon problemas en todo momento, incluso para convocar las reuniones del Pacto de Ajuria Enea que, supuestamente, reunía a todos los partidos democráticos vascos.
El periodista Cayetano González, director de Comunicación del Ministerio del Interior en el momento de los hechos, detallaba en 2012 en un artículo en Libertad Digital titulado "Hijos de puta: lo de Ortega Lara lo vais a pagar. ¡Gora Euskadi Askatuta!" cómo fue el aparte que el entonces presidente de la Ejecutiva del PNV, Xabier Arzalluz, hizo con el entonces presidente del PP vasco, Carlos Iturgaiz, durante un encuentro de la Mesa de Ajuria Enea.
Iturgaiz recuerda todavía cómo al llegar a Ajuria-Enea, "Arzalluz no me dio la mano" y en un aparte de la reunión, el presidente del PNV le dijo:
Mira Iturgaiz –era una costumbre muy de Arzalluz, cuando quería establecer diferencias con su interlocutor, llamarle por el apellido–ahora estamos todos juntos montados en la ola, pero cuando esta baje, cada uno nos iremos por nuestro camino y nosotros ya sabemos lo que tenemos que hacer.
Más claro lo explicaba el periodista Koldo San Sebastián en un artículo titulado "Notas de Campaña", publicado en el diario Deia (24-7-2001), periódico oficioso del PNV desde hace décadas, en el que daba detalles sobre la batalla interna que esos días había en el seno de la formación nacionalista.
Días después del asesinato de Miguel Ángel Blanco, centenares de militantes del PNV nos reunimos en asamblea [secreta en Artea] para ver cómo afrontábamos la brutal campaña mediático-política que se había desatado contra nosotros. En las asambleas se produjeron momentos muy tensos. Había quien pensaba que, efectivamente, sin ETA nos convertiríamos en una fuerza vulgar. Para quien conozca un poco la historia del PNV, se vivieron los momentos más críticos desde 1936 (incluso más críticos que los de la última escisión).
La alusión a 1936 se refiere a la discusión interna que hubo en el PNV para decidir si apoyaban al bando nacional o al republicano en la Guerra Civil. Finalmente optaron por el segundo bando, que les concedía de manera inminente un Estatuto de Autonomía, aunque el partido en Álava y Navarra era mayoritariamente partidario de unirse a los sublevados. Con la última escisión, hace referencia a la ruptura que en 1986 originó el nacimiento de Eusko Alkartasuna.
El viraje del PNV empezó a las pocas semanas y utilizó como base, inicialmente, la unidad de acción que dos años antes habían acordado el sindicato de la formación nacionalista (ELA) y el sindicato próximo a ETA (LAB). Muestra de esa nueva proximidad fue la escenificación de la muerte del Estatuto de Guernica que ambos sindicatos protagonizaron en octubre de 1997, ante la complacida mirada de destacados dirigentes del PNV, EA y HB.
Meses después, comenzaron a dialogar directamente con los dirigentes de la Mesa Nacional de Herri Batasuna con el objetivo de facilitar la unidad de acción de los independentistas. La predisposición de los peneuvistas a dialogar lo explicó la propia ETA en uno de sus Zutabe –publicación interna de la banda–: "Los contactos con el PNV fueron más fáciles que nunca después de la acción contra Miguel Ángel Blanco".
El pacto de Estella, la unidad de acción independentista que hacía saltar por los aires la unidad de los demócratas contra ETA, se empezó a encauzar rápidamente gracias a la sintonía personal de una doble dupla. Por un lado, la que formaban los sindicalistas José Elorrieta (secretario general de ELA entre 1988 y 2008) y Rafael Díez Usabiaga (secretario general de LAB entre 1996 y 2008). Por otro lado, la compuesta por el peneuvista Joseba Egíbar y un recién llegado a la dirección de Herri Batasuna: Arnaldo Otegi.
Los últimos obstáculos que tenía el PNV para terminar de cerrar un acuerdo eran dos: el Pacto de Ajuria-Enea y el acuerdo de Gobierno que mantenían con el PSOE en la comunidad vasca. Los dos saltaron por los aires en el primer semestre de 1998. Tras unos meses iniciales de limar asperezas y otros siete meses de intensas negociaciones, la gran traición del llamado nacionalismo vasco moderado a la democracia española se terminó firmando en el noveno mes de 1998.
El 12 de septiembre, en la Casa de Fray Diego de Estella (Navarra), se firmaba la unidad de acción entre nacionalistas, un documento de dos folios en el que se apostaba por trabajar para imponer por las bravas al Gobierno de España la independencia del País Vasco y Navarra, así como crear una primera institución conformada por cargos públicos de los siete territorios de la entelequia de Euskal Herría, denominada Udalbiltza.
El acuerdo fue firmado por nueve partidos políticos (PNV, HB, EA o IU del País Vasco, entre otros), ocho sindicatos (ELA, LAB, entre otros) y más de una veintena de organizaciones (Elkarri, Jarrai, o Gestoras Pro Amnistía, entre otras). Como todas las negociaciones, tuvieron el visto bueno de ETA, la organización terrorista bendijo el acuerdo con la declaración de una tregua indefinida (16 de septiembre), que había pactado anteriormente con el PNV en junio de ese año.