Hay dos cosas sobre las que todos estamos de acuerdo: 1) no estamos contentos y 2) no estamos de acuerdo en todo lo demás y, en particular, en las razones de lo 1). Si bien nuestras quejas abarcan prácticamente todos los ámbitos y son contradictorias entre sí, probablemente el epicentro de nuestro enfado sean las relaciones entre la política y la economía; es el debate de la corrupción, de los impuestos, de los servicios públicos o de los rescates bancarios.
Las posturas y las opiniones son muy variadas, pero, en definitiva, todos sentimos que, en mayor o menor medida, somos siervos de un sistema que funciona en beneficio de intereses que rechazamos (dependiendo de la ideología política que profese cada uno, son los intereses de los políticos, los vagos, los empresarios, el capital, los funcionarios o los extranjeros, por poner algunos ejemplos).
En este momento, no está de más preguntarnos cuáles fueron las ideas que dieron origen al sistema con el que ahora estamos tan descontentos. En particular, un buen punto de partida podría ser Karl Popper (1902-1994), filósofo de origen austro-húngaro y autor del libro La sociedad abierta y sus enemigos (1945). La elección parece oportuna no sólo por la popularidad de su libro, sino también por el hecho de que sus ideas expresan de forma muy clara cómo era el consenso intelectual imperante en aquel momento. Este consenso se ha mantenido hasta nuestros días y es el que defiende el intervencionismo económico, esto es, el marco actual de las relaciones entre la política y la economía que constituye la base de nuestro sistema (que también podemos llamar Estado del Bienestar, Bienestar del Estado o Mercantilismo 2.0, según nuestras preferencias).
Popper escribió La sociedad abierta y sus enemigos para combatir –él mismo lo definió como su "libro de guerra"– los totalitarismos populistas y una de las ideas en los que se fundamentan, concretamente el determinismo histórico. Según el determinismo histórico, la historia de la humanidad está predeterminada de antemano, al estar gobernada por inexorables leyes, asimilables a las leyes de las ciencias naturales. Así, por ejemplo, Marx criticó el capitalismo como un sistema de explotación del proletariado y auguró su desaparición, recurriendo para ello al determinismo histórico. Según Marx, el injusto sistema capitalista desaparecerá (pues así lo dictan las inexorables leyes del progreso histórico) y será sustituido por la utopía del comunismo (de allí las palabras de Khrushchev: "Les guste o no, la historia está de nuestro lado. Les enteraremos"). Lo único que podemos hacer por nuestra parte es tratar de atenuar "los dolores del parto", decía Marx.
Popper argumenta de forma muy persuasiva que todos los sistemas filosóficos basados en el determinismo histórico son absolutamente equivocados (pues no existen tales leyes inexorables que determinen el destino de la humanidad) y, peor aún, conducen a sus seguidores a sostener planteamientos moralmente repugnantes. Pero además de atacar al determinismo histórico en sí, argumenta que los males del capitalismo identificados por Marx pueden y deben ser solucionados mediante la intervención del Estado en la economía (Popper lo llama la "ingeniería social por partes", que contrapone con la "ingeniería social utópica" del determinismo histórico).
Así, Popper mantiene que desde los comienzos de la Revolución Industrial y hasta la primera mitad del siglo XIX el sistema económico que imperaba era el del "capitalismo desenfrenado" y que Marx estaba fundamentalmente en lo cierto en su análisis económico y, especialmente, en cuanto a su juicio moral respecto del mismo: "la injusticia e inhumanidad del desenfrenado sistema capitalista descrito por Marx no puede ser cuestionada", dice Popper literalmente. Pero posteriormente afirma que, afortunadamente, ya en el siglo XIX el sistema de capitalismo desenfrenado fue sustituido por el de "intervencionismo", lo cual ha permitido, por ejemplo, mejorar las condiciones laborales de los trabajadores, imponiendo por ley unas condiciones mínimas. Para Popper este supuesto desarrollo de los acontecimientos es una muestra más de que Marx erró en su desprecio del poder político, al no darse cuenta de que el poder político es superior al poder económico y que puede eliminar el mal de la "explotación económica". Esto le lleva a concluir que en la democracia el poder político puede y debe ser controlado, por lo que puede ser utilizado para corregir los excesos del mercado libre.
Es aquí donde Popper expresa las ideas del consenso intelectual al que me he referido antes: es el compromiso con las ideas marxistas que aceptó la inmensa mayoría de los que querían defender la libertad política (es decir, la democracia) pero no querían o se veían incapaces de defender la libertad económica (esto es, el mercado libre).
Lo primero que debemos destacar es que estas ideas no son en absoluto nuevas u originales; son, por el contrario, tan extremadamente comunes, extendidas y aceptadas que para la inmensa mayoría se han convertido en verdad incuestionable. Es lo que se enseña en las escuelas y en las universidades; es el contexto intelectual del que no se atreve a salir prácticamente ningún medio de comunicación y ningún pensador o político que aspire a ser comprendido por las masas.
Lo segundo que debemos destacar es que, si bien estas ideas se presentan normalmente sin ninguna base argumental, como si fuera una verdad revelada, paradójicamente no resisten el menor análisis crítico.
Así, Popper no se pregunta en qué momento y en qué lugar existió ese "capitalismo desenfrenado" (es decir, la economía de mercado libre). Por ejemplo, sabemos que incluso en el Reino Unido el Estado era profundamente intervencionista y en aras del "interés público", entre otras cosas, imponía controles de precios (con particular desacierto, del grano), limitaba el libre movimiento de personas y mercancías dentro del Reino Unido, y subvencionaba un imperio colonialista que era económicamente empobrecedor para los británicos, en calidad de consumidores y de contribuyentes. Todos estos males (amén de muchos otros) del intervencionismo fueron denunciados por Adam Smith en la Riqueza de las naciones (1776) y, contrariamente a lo que se sugiere en las escuelas y en las universidades, el impacto de las ideas de Adam Smith sobre la política económica no fue ni muy intenso ni, mucho menos, muy inmediato.
Por otro lado, cuando Popper afirma que las condiciones laborales mejoraron gracias a la intervención del Estado, ignora por completo la teoría de que cuando, por medio de la regulación, se establece un estándar mínimo legal de las obligaciones que debe cumplir una de las partes de un acuerdo voluntario (por ejemplo, un salario mínimo o una jornada laboral máxima), el resultado es, o bien que a) se constatan las condiciones mínimas que ya se dan en el mercado, o bien que b) si el estándar mínimo es superior a las condiciones en las que se contrata voluntariamente en el mercado, se fomenta que se celebren acuerdos voluntarios al margen del ordenamiento jurídico (es decir, la economía sumergida o el mercado negro), o directamente que no se celebren (particularmente si el Estado es eficaz en su lucha contra los acuerdos voluntarios que considera ilegales).
Como consecuencia de lo anterior, Popper tampoco se detiene a considerar que la imposición de condiciones mínimas de contratación tendría efectos desastrosos para los primeros proletarios, que salieron de las muchedumbres de los condenados a la miseria más absoluta (para estas personas, trabajar en las fábricas en condiciones infrahumanas era la alternativa a algo que sólo podría ser sustancialmente peor). Lo lógico es asumir que, de haber mediado intervención en ese momento para proteger a este colectivo, se reduciría la demanda de la mano de obra y que muchas de las personas que estarían dispuestas a trabajar en condiciones infrahumanas para mejorar su situación de miseria absoluta no podrían hacerlo.
Lo cierto es que las condiciones laborales y el nivel de vida de los trabajadores mejoraron de forma muy rápida y muy sustancial antes de que se empezase a regular el mercado laboral, gracias a la generación de riqueza y al consiguiente crecimiento de la demanda de la mano de obra. Y esto parece reconocerlo el mismo Popper cuando critica la doctrina de la miseria creciente de Marx, al afirmar que el incremento de la productividad no conlleva el empeoramiento de las condiciones laborales, sino su mejora. Pero incluso después de llegar a esta conclusión, Popper sigue atribuyendo a la intervención del Estado la mejora de las condiciones laborales, cuando lo lógico (una vez reconocido que la propia dinámica del mercado conlleva a la mejora de las condiciones laborales) sería asumir que la regulación laboral meramente vino a reconocer una situación de facto predominante.
En definitiva, existen muchas objeciones al planteamiento de que el sistema económico hasta la primera mitad del siglo XIX era el mercado libre, que es injusto e inhumano y que sus supuestos excesos son susceptibles de ser corregidos por la intervención del Estado. Conviene resaltar que estas objeciones no son en absoluto nuevas u originales, y si bien tampoco pueden ser aceptadas como la verdad revelada, al menos merecían un esfuerzo de refutación por parte de Popper.
No obstante, para comprender el marco de las relaciones entre la política y la economía en nuestro sistema actual, lo más importante es la conclusión de Popper, según la cual en una democracia el poder político puede y debe ser controlado, por lo que puede ser utilizado para remediar los excesos del mercado libre.
En primer lugar, ello supone depositar una confianza enorme en la capacidad del sistema democrático de controlar a los gobernantes y de someterles a los intereses de los gobernados. Para valorar la inmensa carga que ello supone para la democracia, tenemos que tener en cuenta que el único límite que establece Popper a la intervención del Estado en la economía es que el Estado no puede suplantar completamente al mercado y someternos a un plan económico central. ¿En qué momento la intervención se convierte en planificación? ¿Cómo podemos impedir que el poder económico compré al poder político? ¿O cómo evitar que el populismo y la demagogia aprovechen la complejidad de la ciencia económica para secuestrar nuestra democracia? Popper parece plantearse estas preguntas, pero no nos deja más que vagas advertencias, sin darnos criterios concretos. Parece asombroso, pero la única recomendación en este sentido que podemos encontrar en La sociedad abierta y sus enemigos es regular la propaganda electoral, en particular la tipografía empleada en los carteles electorales.
En segundo lugar, aun si pecamos de un optimismo irracional y asumimos que la intervención del Estado en la economía puede estar sometida a la voluntad del pueblo, ¿qué garantías hay de que las decisiones en materia económica, por el hecho de contar con el apoyo de la mayoría de los ciudadanos, sean al menos racionales (y ya no digamos adecuadas u oportunas)? La lógica nos dice que absolutamente ninguna. Las decisiones democráticas no tienen por qué ser racionales, oportunas o simplemente buenas: la única garantía de una decisión tomada por la mayoría es que, en el momento de tomarla, contó con el apoyo de la mayoría.
En tercer lugar, la economía de mercado es extremadamente compleja y contraintuitiva, y lo cierto es que es mucho más lo que desconocemos del funcionamiento del mercado que lo que conocemos. Simplemente no sabemos ni podemos saber cómo intervenir en el mercado para provocar el cambio que deseamos. Y aun cuando nos proponemos objetivos que parecen muy simples y muy inmediatos, no podemos saber las consecuencias a largo plazo que provocarán nuestras decisiones. Por poner un ejemplo sencillo, el sentido común nos dice que si fijamos un precio máximo a los alimentos, incluso aquellas personas que tienen muy poco dinero podrán comprarlos; la teoría y la experiencia económicas nos dicen, por el contrario, que ese es el camino seguro a la hambruna, porque desincentiva la producción, distribución y/o venta de alimentos. Y aunque esta explicación ahora nos parezca casi de sentido común, no olvidemos que tardamos milenios en darnos cuenta de ello y más de cien años en aceptarlo (y, a propósito, tampoco lo hemos aceptado todos todavía: muchos agricultores siguen protestando por el enriquecimiento injusto de los distribuidores).
Así pues, la idea de que en una democracia el poder político puede ser controlado y, por tanto, que se puede intervenir en la economía para remediar los males del capitalismo asigna a la democracia una misión de imposible cumplimiento.
Ahora tenemos a la vista los resultados de este compromiso intelectual de ceder en la batalla ideológica por el libre mercado para salvar a la democracia. La primera víctima de la implementación de este compromiso como fundamento de nuestro sistema fue la propia democracia, y en eso estarán de acuerdo incluso los que defienden una mayor intervención del Estado en la economía. Los gobernados hemos perdido por completo el control sobre lo que hacen los gobernantes. Y no me estoy refiriendo a la administración concursal de España en Bruselas; la quiebra técnica de España simplemente nos ha hecho darnos cuenta a todos de que los presupuestos públicos tienen un impacto en nuestras vidas privadas, pero el control sobre los presupuestos públicos en los Estados intervencionistas no lo tienen ni lo han tenido los ciudadanos en ninguna parte, con excepción quizás, de los presupuestos públicos de ámbito local en algunos países.
La segunda víctima indiscutible ha sido nuestro bienestar económico y lo que nuestra intuición nos dice que es la justicia económica. Tenemos que aguantar estoicamente la socialización de las pérdidas privadas (en particular, de las entidades financieras), porque en nuestro sistema es de interés general evitar que entren en concurso; trabajar más de la mitad del año para el Estado para que los burócratas gasten nuestro dinero de la forma que ellos consideren más oportuna para nuestro bienestar; en pleno boom energético, pagar un sobreprecio por la electricidad y la gasolina para salvar el planeta del calentamiento global (y a la industria de las renovables de la competencia libre), y un largo etcétera. Y esto sin entrar en la corrupción política y el puro y simple despilfarro del dinero público, para el que el intervencionismo constituye el mejor caldo de cultivo, superado en este sentido sólo por la planificación económica central.
En fin, tenemos razones de sobra para estar muy cabreados. Pero es muy importante que tengamos en cuenta que en el origen de nuestros males subyacen unas ideas que eran genuinamente bien intencionadas. No hemos llegado aquí por un exceso de codicia o por una falta de compasión y de humanismo. Estamos aquí precisamente porque los intelectuales, los que nos dicen a los demás que es el progreso, que es verdad y que es mentira, y que es bueno y que es malo, se dejaron llevar por el aparente humanismo de Marx. En pocas obras se puede ver esto con más claridad que en La sociedad abierta y sus enemigos de Popper.
Quizás la lección de todo esto sea que la compasión, el humanismo y el cabreo deben inspirarnos a actuar, pero no deberíamos hacerlos mucho caso cuándo nos sugieren el cómo.
Igor Kokorev es abogado