Todo en La última estación aparece difuminado por una amable sensación de vitalidad campestre que sienta estupendamente. Michael Hoffman (Un día inolvidable) inyecta ironía y sentimiento en la historia, sobre todo en el guión, y se sirve de un cuarteto actoral perfecto. Christopher Plummer compone un Tolstoi encantador y lleno de vida, a la vez que contradictorio, debatido entre su vida familiar y sus compromisos como hombre de partido. Y Helen Mirren hace lo propio con el de esposa, y de hecho es ella quien se apropia de la película, bien secundada por James McAvoy y, sobre todo, Paul Giamatti.
El resultado es un film sincero y, por encima de todo, ágil, que se desenvuelve igual de bien tanto en su registro de comedia romántica como en el de drama histórico, sin perder esa ligereza rococó y pastoril que la hace tan agradable y sin caer en la afectación ampulosa. La última estación convence a un nivel histórico y también toca las notas adecuadas en todo lo referido a la vida campestre de Tolstoi en la finca de Yasnaia Polyana, pero cuando pisa el acelerador, y mucho, es cuando cambia de tercio hacia el drama de forma honesta y convincente en sus últimos veinte minutos, reservándonos un desenlace conmovedor.
La última estación es un film que tiene la virtud de referirse continuamente a la muerte, y a la vez estar repleto de luz, vida y optimismo. En ella hay una historia de amor que comienza y otra que acaba, y mientras se desarrolla, el film no acusa el esfuerzo de querer resultar simpático a toda costa. Y a pesar de que en algunos momentos el vigor de la narración parece bajar demasiado, que la urdimbre de los dos romances pierde el compás, o que las maquinaciones de la esposa habrían dado más de sí, la presencia de La última estación en las carteleras es un soplo de aire fresco. Se trata, nada menos, de un entretenimiento hecho con buen gusto.