
L D (Juanma González) Porque el valor de Gran Torino, que encaja por definición en la categoría de film menor -sin que esto signifique menosprecio alguno-, es el de actualizar de forma tajante y definitiva el estereotipo en pantalla de su estrella principal, un Clint Eastwood que ha sabido imponer la sobriedad, sencillez y honestidad de su visión artística como moneda de cambio a lo largo de años y años de ejercicio de su clasicista inconformismo.
Fiel a esta premisa, aquí nos presenta como héroe a un anciano anclado en un pasado que al final no se revela ni mejor ni peor, ni siquiera distinto, a los tiempos actuales. Como espectador del cambio a lo largo de décadas, el Walt Kowalski de Eastwood experimenta un mínimo pero valiosísimo cambio a lo largo del metraje de Gran Torino, que basa su notable impacto en el espectador en situar al final de su vida a un personaje que representa a todos los interpretados por Eastwood a lo largo de su carrera, y que a su vez alberga la verdadera base para su autor de lo que significa ser americano.
El comienzo de Gran Torino no podía ser más memorable: el espectador conoce al solitario y huraño Kowalski gruñendo en el funeral de su propia esposa, y desde el primer instante el film, una comedia dramática –o drama con abundantes toques de comedia, tanto da- ya nos obsequia con las primeras y amargas risas. Su vecindario ha sido invadido por orientales, algunos de ellos formando peligrosas bandas juveniles. Cuando pilla in fraganti a su vecino tratando de robar su mítico Gran Torino del garaje, iniciará una relación con el muchacho y sus parientes que le llevará a encontrar una nueva familia social.
A partir de aquí, Eastwood pone en imágenes con su habitual pulso seguro y poco apresurado un relato que probablemente requería afinarse aquí y allá. En efecto, el desarrollo –válido pero convencional- y algunos de los evidentes giros de la historia, así como ciertos diálogos y escenas se presentan algo desangelados, adolecen de cierta pobreza. Pero el alma del relato no está ahí, sino en el corazón de su autor y en el dibujo de un memorable, divertido y conmovedor personaje que deja clavado al espectador en la butaca.
El anciano gruñón y canalla interpretado por Eastwood rubrica con pacífica y serena rotundidad el testamento fílmico (tranquilos: habrá más) de un cineasta que como actor remata un personaje memorable con una naturalidad de pasmo, y que como director se limita a seguir la trayectoria de un guión un tanto convencional y que acusa ciertas lagunas, pese a que finalmente se revele acertado en sus conclusiones.
Pero lo que llama la atención de Gran Torino, y donde se encuentran sus verdaderos méritos (no los sentimentales, que les adelanto son abundantes) es el profundo conocimiento de su propia imagen y la proyección de ésta entre el público que revela Eastwood. El director de Los puentes de Madison maneja aquí los hilos con absoluto conocimiento, y redondea un film destinado a anunciar el inminente ( y pacífico) retiro obligado de uno de los mitos creadores del vengador vigilante tal y como lo conocemos. Por el camino, con infinita sabiduría regala al espectador momentos divertidos y conmovedores a atesorar. que valen bastante más que los exclusivamente cinematográficos de la obra, ciertamente menores.
Sólo esto convierte Gran Torino en un evento de una madurez poco común: Eastwood, sabedor de que es el momento de poner el broche final a su carrera, remata un film crepuscular y triste, pero a la vez divertido como pocos. El intérprete de Million Dollar Baby adorna con sus cínicos insultos cada frase del convencional guión llevándose consigo el ánimo de la platea al completo, y convirtiendo lo que sería sólo un digno film en un evento a celebrar.