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¿Y si se privatizara la seguridad aérea para combatir el terrorismo?

Los economistas Arnold Kling y Nick Schulz proponen la privatización de la seguridad aérea. El reciente atentado fallido en EEUU ha vuelto a despertar la alarma sobre la insuficiencia del sistema de seguridad en los aeropuertos que, por otro lado, muchos usuarios consideran invasivo.

En Estados Unidos la seguridad está centralizada bajo la dirección de la Transport Security Administration. Kling y Schulz sostienen, en un artículo para el USA Today (Airline security: Let's go private), que el modelo actual tiene varias carencias. Necesita adaptación continua, con un énfasis especial en satisfacer a los usuarios y mejorar los resultados.

Es importante que el sistema desarrolle nuevos y eficaces métodos de control que respondan a la demanda de los usuarios que valoran la seguridad y, al mismo tiempo, la rapidez y la eficiencia. La seguridad debe operar en un marco dinámico, disciplinado por una rigurosa presión competitiva, por un mercado.

Dos informes de 2005 para el Congreso sobre el funcionamiento del modelo federalizado actual llegaron a la misma conclusión: basándose en pruebas en los controles de los aeropuertos, no hay evidencia de que la centralización de la seguridad bajo la tutela de la TSA haya producido mejores resultados que el sistema anterior a la federalización (previo a los atentados del 11-S). Robert Poole y James Carafano, en su estudio Time to Rethink Airport Security, consideran que el modelo actual ha elevado los costes sin proporcionar una mayor seguridad.

Ventajas del sistema privado

Los economistas Kling y Schulz sugieren que la responsabilidad de diseñar e implementar los sistemas de seguridad de las aerolíneas debe ser privatizada. Este modelo, matizan, no se parecería a la seguridad privada de antes de los atentados del 11-S, pues en aquel entonces un ataque de esas características era casi impensable y el sistema se adaptaría ahora a esta nueva amenaza. La seguridad privada post 11-S combinaría los beneficios de un mercado competitivo con una supervisión federal mucho más estricta que asegurara unos estándares básicos.

Cada aerolínea podría seleccionar la/s compañía/s de seguridad que quisiera para que realizara controles a los pasajeros. La aerolínea pagaría a la compañía, por ejemplo, una cantidad fija por pasajero, y el coste sería trasladado a los precios de los billetes.

Las compañías que ofrecieran seguridad a un menor coste o cuyos métodos fueran menos molestos para los pasajeros obtendrían, a igualdad de circunstancias, más contratos de las aerolíneas. En este contexto surge una duda: si las compañías compiten para reducir a un mínimo los costes y las molestias a los pasajeros, ¿no acabaría siendo demasiado laxa la seguridad?

Incentivos de mercado para proveer la mejor seguridad

Según Kling y Schulz varios incentivos, algunos de mercado, mantendrían a las compañías de seguridad privadas concentradas en mejorar la seguridad. En primer lugar, los usuarios de las aerolíneas pueden mostrar una preferencia por aquellas que emplean procedimientos de control más rigurosos, creyendo que así vuelan más seguros. Del mismo modo, muchos conductores prefieren coches más seguros por encima de otras características.

En segundo lugar, si una firma privada tuviera un solo fallo grave de seguridad inmediatamente perdería la confianza de los usuarios. Las aerolíneas cambiarían de proveedor y la empresa, sin clientes, quebraría. Por otro lado, las compañías de seguridad también podrían ser demandadas por daños y obligadas a pagar, por ejemplos, 25 millones de dólares como compensación. Como señalan Kling y Schulz, es más fácil demandar al Gobierno por daños que al sector privado. Por tanto, las compañías de seguridad tendrían fuertes incentivos para ofrecer una seguridad eficaz y evitar atentados terroristas.

Este mecanismo de incentivos de mercado contrasta con el del Gobierno y sus agencias, remarcan Paul Cleveland y Thomas Tacker en un artículo para la revista Freeman. Si la agencia gubernamental encargada de la seguridad aérea falla, como ya ha sucedido, aparte de la mala prensa inicial no hay ulteriores consecuencias negativas para la institución.

Más bien al contrario, el Estado expande sus actividades o aumenta su financiación. La agencia tampoco es responsable ante las aerolíneas o sus usuarios, con lo que no sufre la presión de la competencia y la huída de usuario a otro servicio tal y como experimenta una empresa privada.

Funciones de supervisión del Estado

Kling y Schulz otorgan, no obstante, dos funciones importantes al Gobierno. Por un lado, recogería información de inteligencia sobre sospechosos de alto riesgo (como hace actualmente) y la compartiría con las compañías de seguridad, requiriendo a estas empresas que tengan un robusto sistema de protección de datos. Por otro lado, el Gobierno también auditaría al sector privado, y tendría la capacidad de imponer multas si se detectan determinadas carencias o irregularidades.

El Estado todavía podría, por ejemplo, obligar a todas las compañías a cumplir ciertos estándares mínimos que la TSA emplea hoy en día. La auditoría puede cubrir desde la protección de datos al diseño de los procesos para segmentar a los pasajeros de acuerdo con su riesgo, pasando por los controles empleados para cada nivel de riesgo o la implementación de esos controles.

Las medidas de seguridad y procedimientos, destacan Kling y Schulz, serían distintos dependiendo de las compañías. Pero eso debe considerarse una ventaja, no una desventaja. Es esta diferenciación e innovación competitiva la que permitiría que emergieran técnicas que se adaptaran mejor a la demanda de los usuarios de una mayor seguridad y eficiencia. Algunas firmas, por ejemplo, podrían recurrir a las entrevistas a cada pasajero como hace la aerolínea israelí El-Al.

Otras podrían emplear las últimas tecnologías para escanear cuerpos. Las compañías podrían ajustar sus normas de embarque y equipaje de mano a las distintas categorías de riesgo de los pasajeros (los pasajeros de bajo riesgo podrían traer líquidos y gel y no haría falta que se sacaran los zapatos, mientras que los de alto riesgo tendrían que pasar ambos por los controles).

Robert Poole y James Carafano opinan, por ejemplo, que es una pérdida de recursos tratar a cada persona y a cada pieza de equipaje como si tuvieran el mismo riesgo y debieran ser objeto del mismo escrutinio. Un sistema eficiente asignaría los recursos en proporción al riesgo.

Competencia en el sector público

Los escépticos de esta reforma, señalan Kling y Schulz, deberían tener en cuenta que no es un mero ejercicio académico y que el Gobierno ya reconoce los beneficios de la competencia en el ámbito de la seguridad nacional. La agencia responsable de desarrollar algunas de las nuevas tecnologías militares, DARPA, ha instituido premios monetarios (Urban Challenge) para los competidores del sector privado que resuelvan determinados problemas tecnológicos.

En el campo de la seguridad aérea, la TSA permite que algunos aeropuertos, como el de Kansas City o el de Rochester, contraten seguridad privada bajo el programa piloto Screening Partnership. La empresa contratada asume la responsabilidad de supervisar la entrada de pasajeros (“checkpoint”) y el equipaje. Pero la autonomía real permitida por este programa piloto es muy limitada, y los contratistas tienen poco margen para conseguir eficiencias e implementar innovaciones.

En opinión de Kling y Schulz, hay que ir mucho más allá si se quiere garantizar una seguridad adaptativa y eficiente contra el terrorismo. Como señala el economista Jeffrey Miron , también partidario de la privatización de la seguridad aérea, ningún sistema es perfecto y garantiza completa invulnerabilidad.

Pero un mercado de seguridad proporciona más información sobre los procedimientos que funcionan, y lo hace de una forma más eficiente que el sistema uniforme, centralizado y no competitivo impuesto por el Gobierno.

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