El sector del juego ha sido tradicionalmente uno de los que ha sufrido una mayor presión impositiva. A ello se ha unido, además, que las competencias en la materia se transfirieron a las Comunidades Autónomas y cada una de ellas, incluyendo las ciudades autónomas de Ceuta y Melilla, han desarrollado su propia legislación al respecto.
Esto ha supuesto que en este momento las empresas tienen que adaptar cada uno de sus productos a 19 normativas, pasando por 19 burocracias y soportando, además, los caprichos de otros tantos burócratas que, por poner un primer ejemplo, deciden o no que una máquina pueda tener en su frontal dibujos de mujeres.
Lo primero, los permisos
Según ha podido saber Libertad Digital de fuentes del sector, los problemas empiezan a la hora de obtener los permisos más básicos para operar. Así, cada fabricante de máquinas recreativas con premio está obligado a depositar un aval, simplemente, para que sus productos puedan salir al mercado. El problema es que cada Comunidad Autónoma exige el suyo, por lo que al final la cantidad se convierte en poco menos que astronómica: 625.000 euros, más de 100 millones de las antiguas pesetas.
Una vez dado este paso previo, empieza un calvario normativo para cada uno de los nuevos modelos que pretende lanzar al mercado una empresa. Cada nueva tragaperra que se pone en marcha necesita un número de registro. Sin embargo, una vez más, cada Comunidad Autónoma exige el suyo propio, así que son necesarios 19 números diferentes.
Matrículas regionales
Lo peor de esto es que gracias a estos registros, que son algo así como una matrícula, una máquina que se ponga en marcha en un bar de la madrileña ciudad de Aranjuez no puede trasladarse, si este bar la cambia o cierra, a otro de Ontígola, a sólo 5,2 kilómetros, pero en Castilla–La Mancha.
Por supuesto, cada administración autonómica establece sus propios trámites para la obtención de estos registros, por lo que la maraña administrativa se complica con 19 procedimientos distintos. Algunas comunidades exigen además trámites extra como la elaboración de una "guía" de cada producto, a modo de manual de instrucciones, con lo que el personal que cada fabricante debe dedicar a estos asuntos no deja de crecer.
Más todavía: cada cambio relevante en la sociedad, por ejemplo en su accionariado, debe comunicarse, no a una, sino a todas las comunidades por separado.
19 programas distintos y 16 máquinas diferentes
Pero los problemas no se quedan en el aspecto burocrático: las normativas que cada comunidad impone implican que, literalmente, haya que preparar hasta 19 versiones diferentes de cada modelo. Imaginen que algo similar ocurriera, por ejemplo, en el mercado de la automoción y que cada coche tuviese que "tunearse" según la Comunidad Autónoma en la que se vendiese.
Los cambios impuestos entre una y otra comunidad no son superficiales, y pueden afectar a muchos aspectos de cada máquina: el precio de cada jugada, el premio máximo que se puede dar, el tiempo de cada partida, la necesidad o no de dar cambio, el porcentaje de dinero que se devuelve en forma de premio, el tamaño, la colocación o la aparición de los textos que pueden leerse durante el juego...
Esto implica que para cada máquina el fabricante debe desarrollar 19 programaciones informáticas diferentes, que requieren puestas a punto y mantenimientos distintos. En algunos casos, incluso, se deben diseñar dispositivos mecánicos diferentes en función del territorio.
Así, según ha comentado una importante empresa fabricante a Libertad Digital, un 25% de sus recursos de ingeniería e I+D deben destinarse a la creación y supervisión de estas versiones que, en realidad, no están aportando valor añadido a la compañía.
El caos normativo es tal que a la hora de producir y comercializar un único modelo de máquina se tiene que, literalmente, fabricar 16 distintos: 11 versiones diferentes para los salones recreativos y otras cinco para los bares. El consumidor sólo percibe una única tragaperra, pero la realidad es que hay 16 versiones de cada modelo y ello supone, obviamente, multiplicar los costes y aumentar los tiempos necesarios para desarrollar y fabricar un producto.
Más de 32.000 € para homologar una "tragaperra"
El registro en cada comunidad autónoma del que hablábamos antes implica un arduo proceso de homologación. Es decir, 19 procesos diferentes, cada uno con sus peculiaridades, exigencias y plazos (algunas tardan más de seis meses en dar una respuesta), por lo que resulta imposible planificar la llegada de un producto al mercado.
En los modelos de tragaperras destinadas a los bares el número mínimo de pruebas diferentes de laboratorio es de cinco, probándose en algunas de ellas diferentes programaciones; con estos ensayos se obtienen 14 certificados distintos con los que se pueden solicitar las 19 homologaciones.
Por lo que respecta a los modelos destinados a salones recreativos el panorama es todavía peor: para lograr los 14 certificados y las 19 homologaciones son necesarias nada más y nada menos que once pruebas diferentes en laboratorio.
Sólo el visado de un ingeniero colegiado que debe acompañar a cada una de las homologaciones y la tasa administrativa correspondiente (que cuestan una media de 1.900 euros) suponen un coste superior a los 32.000 euros en meros trámites por cada modelo de tragaperra que opera en el mercado.
Y, además, con continuos cambios
Por si todo esto no fuera suficiente, las comunidades autónomas modifican sus reglamentos con una frecuencia sorprendente (habitualmente para conseguir todavía más ingresos): una estimación de otra empresa del sector con la que ha hablado Libertad Digital es que, como media, dos administraciones autonómicas modifican sus exigencias y requisitos cada año.
La estimación de esta misma compañía es que nada más y nada menos que el 30% de sus ingenieros de desarrollo dedican todo su trabajo a actualizar los modelos de máquinas ya en el mercado a la catarata continua de nuevos requisitos.
Por supuesto, los costes de todo este galimatías jurídico se extienden a otras áreas de las empresas que son difícilmente cuantificables: las presentaciones comerciales, que han de hacerse por cada comunidad; o las dificultades para implantar un producto de éxito en todo el territorio nacional son buenos ejemplos de esto.
Es cierto que las famosas y populares tragaperras son un sector muy específico, sujeto a más complejidades normativas que otros, pero lo peor de todo esto es que esta forma absolutamente ilógica de plantear las cosas se está extendiendo a otros muchos mercados, que ya se ven forzados a cambiar sus productos, sus etiquetados o sus permisos, con los costes que todo ello supone.
Y en un momento en el que la economía española ya arrastra gravísimos problemas de competitividad esta deriva puede acabar siendo la puntilla para muchas empresas que ya tienen cada día más difícil la mera supervivencia.