Bradley Wiggins se ha convertido en el primer británico que gana el Tour de Francia, la consagración de un corredor nacido en la pista y que ha protagonizado una espectacular metamorfosis hasta tocar el cielo al frente de un equipo, el Sky, fabricado en el laboratorio.
A sus 32 años, el excéntrico ciclista nacido en Gante pero criado en Londres, deja su huella sobre la prueba más importante del ciclismo en ruta, una disciplina en la que, hasta esta temporada, su palmarés era tan raquítico como impresionante el que había logrado sobre la pista.
Cuatro años ha tardado Wiggins en salir de su crisálida de pistard y comenzar a labrarse un nombre en la carretera, una travesía jalonada de altibajos, al igual que su vida. El hombre que ha hecho que suene por primera vez el God save the Queen en los Campos Elíseos no había sumado ninguna victoria de prestigio en ruta cuando en 2009 sorprendió a propios y extraños al codearse con los mejores en un Tour de Francia en el que acabó apeado del podio por 37 segundos.
El triple campeón olímpico y cuatro veces campeón del mundo en pista superaba los puertos en el grupo de los mejores, junto a escaladores de la talla de Alberto Contador y Andy Schleck. El ciclista del Garmin había perdido siete kilos y ahora su carrocería de rodador tenía más facilidad para ascender allí donde antes se quedaba clavado. Nada que ver con el ciclista que había desembarcado en Francia en 2002 para labrarse una carrera profesional. Primero en La Française des Jeux, posteriormente en el Crédit Agricole y, finalmente, en el Cofidis. Dos años en cada equipo y muchas decepciones, marcados por las fiestas, el alcohol y los fracasos. "En esos años era más un alcohólico que un ciclista", recuerda ahora Wiggins.
El cambio se produjo en el Garmin, de la mano de Jonathan Vaughters. Comenzó a tomarse en serio su trabajo sobre la pista. Adiós al ciclista gamberro. El cuarto puesto del Tour de 2009 lo colocó en el punto de mira de Dave Brailsford para convertirle en el estilete de la maquinaria ciclista que estaba preparando con ayuda de la Federación Británica y el dinero del magnate de la comunicación Rupert Murdoch, dueño de la constelación televisiva Sky.
El camino al éxito no fue de rosas. En 2010, cuando más focos tenía centrados en su figura, sólo pudo ser vigésimo cuarto. Una decepción que a punto estuvo de tirar por tierra todo el sacrificio, pero que, de la mano de un psicólogo que puso a su disposición el equipo, Wiggins supo convertir en una motivación. "Sin aquel tropiezo hoy no hubiera estado aquí", señalaba el ciclista poco antes del inicio del Tour. "Aquello me hizo ver que las cosas no eran tan fáciles".
Empeñado en borrar aquel fracaso, Wiggins centró en 2011 toda su preparación en el Tour. Se impuso en la Dauphiné ese año, su primer triunfo de prestigio sobre el asfalto, lo que le hizo llegar a la ronda gala en el selecto grupo de los favoritos. Pero la aventura acabó camino de Châteauroux, donde se fracturó la clavícula. Repescado para la Vuelta, Wiggins sólo pudo ser tercero, por detrás de su compañero de equipo Chris Froome y del español Juan José Cobo. Fue su primer podio en una grande, pero le supo a poco.
En 2011 su entrenamiento se intensificó, de la mano de Tim Kerrison, un australiano procedente de la natación que acostumbró a sus pupilos a mantener la forma doce meses al año, en particular con concentraciones en Tenerife. El objetivo: "Hacer de él el mejor escalador de los rodadores y el mejor rodador de los escaladores". Wiggins ganó la París-Niza, la Vuelta a Romandía y repitió triunfo en la Dauphiné. Un triplete que nadie había encadenado antes en la historia y que le dejaba en buena situación para lograr su sueño de ganar el Tour de Francia.
Tras su estética mod, sus declaraciones socarronas y su difícil carácter se esconde un enamorado del ciclismo y un loco de la historia de ese deporte. Wiggins lo conoce todo, está lejos de ser el recién llegado que parece. Ha mamado la bicicleta. Por parte paterna, ya que es hijo de Gary Wiggins, un mediocre pistard australiano afincado en Bélgica que inculcó a su hijo el veneno del ciclismo.
Pero el padre no trataba bien a su madre, Linda, que acabó regresando a su Londres natal, donde Brad se crió con sus abuelos, que le llevaban al boxeo más que al velódromo. Sin embargo, el muchacho hizo todo lo posible para seguir la estela de su padre y, a los doce años, entró en el mundo de la pista de la mano de Chris Broardman. Siguió su ruta para triunfar, primero en los velódromos y posteriormente en la carretera.
En el camino ha mantenido una personalidad característica. Afincado en una granja entre Manchester y Liverpool, con su mujer Caterine y sus hijos Ben e Isabella, alejado del ruido mediático, Wiggins cultiva su especificidad. Su humor inglés, su gusto por coleccionar guitarras, motocicletas, vinilos o zapatillas de marca. Su mirada curiosa y desplazada. Y su carácter agrio.
Wiggins, la consagración de un rebelde
El británico de este año no tiene nada que ver con el del 2002, que dio muchas decepciones marcadas por las fiestas, el alcohol y los fracasos.
En Deportes
0
comentarios
Servicios
- Radarbot
- Libro
- Curso
- Escultura