Ha publicado Moby (Harlem, Nueva York, 11 de septiembre de 1965) unas memorias que saben a remix tecno/punkarra de Dickens y Burroughs. Del primero toma la inocencia, casi como de buen salvaje, que va caducando bien a base de miedos, bien a base de decepciones; del segundo, el ecosistema, la postal actualizada de un paisaje químico, tóxico y decadente.
Porcelain (Sexto Piso, 2016) es el testimonio de un funámbulo en riesgo constante; el de un aventurero iluso –por no decir infantil-; el de un superviviente, a veces, a su pesar. "Mi madre llevaba un año en paro –cuenta en el prólogo-, y su última relación se había roto cuando su novio intentó matarla a puñaladas. A veces la descubría llorando mientras doblaba la ropa de los vecinos. La doblaba furiosamente, con un cigarrillo en la boca mientras las lágrimas caían sobre las camisetas. Yo tenía diez años".
Con un lenguaje ágil y crudo, Richard Melville Hall –su tío bisabuelo fue Herman Melville, autor de Moby Dick; de ahí el apodo- cuenta cómo pasó de malvivir en una fábrica abandonada en un barrio famoso "por tener el mayor índice de asesinatos de Nueva Inglaterra", donde "mientras no cometiéramos asesinatos, nos dejaban en paz", a pinchar en Nueva York por cuatro perras; cómo, de un modo inesperado, consiguió una discográfica, amplificó su nombre, cruzó el charco en Inglaterra y actuó en Top of the Pops; cómo pasó de ser un ídolo de ravers a sentirse el utilero de un equipo de segunda que mira al descenso, y, finalmente, cómo la maqueta de un disco –Play- se encargó de que no acabara en el ostracismo, impartiendo clases en una facultad de Filosofía.
Sin embargo, en mi opinión, no es el relato profesional/musical el que más peso tiene en la obra, sino el personal –Moby asegura que todas las historias de Porcelain son reales-, el que muestra al cristiano evangelizador que duda tras fijarse en las uñas de sus manos y en una hormiga, el del cronista de una ciudad donde "la violencia callejera, el sida y las sobredosis no eran simples titulares de la prensa amarilla; todos conocíamos a alguien que había muerto joven en Nueva York"; el del vegano piadoso, o el del testigo de un mundo en el que las drogas pasaron de ser dulces y benignas a sepulcrales y demenciales.
Las memorias tienen también su parte notable de romanticismo, erotismo y pornografía –ojito a las queridas del músico: desde la ex que acaba con Jeff Buckley hasta la prostituta de lujo, pasando por la profesora muda o la chica de la familia antisemita-. También de alcoholismo: en un momento determinado, Moby rompe con una pila de años de ebriedad y se transforma en el rey de la ingesta etílica. El alcohol es el escudero fiel –y jodido- del DJ en su descenso a los infiernos.
Finalmente, destaco el relato de la enfermedad y muerte de su madre –estremecedor, dramático y extraño-, amén del momento en que conoce a David Bowie. Porcelain sorprende para bien. Salman Rushdie dice que "su antepasado Herman Melville se sentiría, creo, simultáneamente asqueado y orgulloso". No lo sé. Lo que sí sé es que el relato está bien construido y que las palabras, aunque su prosa no es brillante, están elegidas con mucho criterio. Ya quisiera más de un best-seller escribir un libro como el que ha hecho el músico. Luego nos extrañamos con los Nobel de Literatura.