Aunque Orgullo y prejuicio sea la novela más popular de Jane Austen, los lectores ingleses suelen preferir Emma, a la que PD James definió en "Emma como novela policíaca" (conferencia en la Jane Austen Society Chawton el 18 de Julio de 1998; Apéndice II de La hora de la verdad, Ediciones B) simplemente como "la mejor de sus novelas".
El interés de PD James por Jane Austen es tan afectuoso y profundo que dedicó sus últimas fuerzas a escribir La muerte llega a Pemberley (Ed. Bruguera), un homenaje a los personajes de Orgullo y prejuicio, la orgullosa Emma y el prejuicioso Darcy, que varios años después de su complicadísima y feliz unión se ven envueltos en un caso de asesinato protagonizado por uno de los "malos" de la novela que acaba implicando a Darcy. Ni que decir tiene que son altamente veraniegas y recomendables la lectura de la novela de Austen y la ingeniosa continuación de PD James.
Sin embargo, técnicamente hablando, la obra maestra de Austen es Emma, quizá porque no hay unos personajes archirrománticos que no acaban de superar las dificultades y malentendidos que dificultan su amor. En rigor los hay, como cabe esperar en una novela de Austen y son la propia Emma y el que no acaba de reconocer como su media naranja. Sin embargo, la clave de la novela es la crítica de las buenas intenciones. En la conferencia citada, PD James, con la precisión propia de su policía-poeta Adam Dalgliesh, va desvelando las pistas que, leal pero sutilmente, deja Austen al buen juicio y la perspicacia del lector. Puede verse incluso este elogio a Austen como una crítica velada a Agatha Christie, que a menudo esconde al lector pistas necesarias para que su detective resuelva el caso. Sin embargo, creo que la verdadera fuerza de Emma es de orden ético.
Como sabrán quienes la hayan leído o hayan visto alguna de sus versiones cinematográficas –la mejor, para mí, la de Gwyneth Paltrow–, el problema de Emma es que cree saber lo que le conviene a todo el mundo, que es casarse, y como tiene tan buena opinión de sí misma, es incapaz de ver los fallos de su apreciación y, lo que es más importante, de respetar la libertad de los demás, en afectos, intereses y sentimientos. Por supuesto, todas las novelas del XIX están llenas de personajes casamenteros, que a veces aciertan y a veces meten la pata. Lo que distingue a Emma es lo que podríamos llamar la modernidad de su fatuidad. Su discurso es el típico de la ingeniería social de izquierdas, que lleva a la gente por donde no quiere ir porque, en su infinita sabiduría, sabe mejor que ellos lo que les conviene.
Siempre ha habido casamenteras
Por supuesto, en el ámbito conservador, religioso o social, también se urden matrimonios de conveniencia, pero se hace mirando a lo que, aún hoy, en los países musulmanes, llaman "policía de costumbres", que no es lo que le conviene a la persona sino a la comunidad. Esa coerción social que lleva a los matrimonios de conveniencia se da en todas las sociedades y culturas, y acaso en pocas se ha visto tanto como en el Imperio Romano, cuando en el siglo II Trajano y los moralistas hispanos trataron de volver a las virtudes republicanas, a la ejemplaridad de las costumbres familiares en una Roma acostumbrada a la corrupción absoluta de todas las costumbres. Desde Augusto a Teodosio, los grandes reformadores no buscaban una salvación religiosa o moral de las personas sino el bien de la sociedad. Lo malo de las reformas morales es acaba haciéndolas gente poco ejemplar.
Lo peculiar del frenesí casamentero de Emma es que no busca como los moralistas clásicos el triunfo de las buenas costumbres o la prosperidad social. Busca que pase por conveniente para los demás lo que a Emma le parece. Porque ella sabe lo que le conviene a la otra ella. Y de paso, a él. Naturalmente, como Jane Austen consideraba que bastantes desgracias presenta la vida como para agravarlas con la literatura, en la novela los planes de Emma van quedando en ridículo uno tras otro. Pero la cuestión de fondo que se abre camino en la lectura es menos bienhumorada. ¿Por qué después del primer fracaso, insiste? ¿Por qué, tras constatar su segundo error, se lanza al tercero? ¿Por qué es incapaz de ver lo que está a la vista?
La respuesta está en el último libro de Hayek, La fatal arrogancia. Hay gente con fatuidad ciega y adicta a la autocomplacencia que cree que sus buenos sentimientos justifican y absuelven los desastres que provocan. Aunque la realidad demuestre que el juicio de uno puede –y suele– estar equivocado, porque hacen falta muchos datos para formar un juicio, existe un tipo humano, el que los hayekianos llaman ingeniero social, que se cree capaz de resumir en un rato o en un folio lo que a varias generaciones les ha llevado siglos entrever, y aun así, humildemente, no acaban de ver claro.
En el fondo, la tragedia moral de Emma es que, en esa búsqueda del principio del placer que es el continuo recrearse en su supuesto talento, es absolutamente incapaz de acceder al principio de realidad, que pasa por ponerse en el lugar del Otro, o sea, de la Otra. No le importa lo que lo que su amiga siente porque ya siente ella por su amiga. No escucha lo que su amiga dice porque está muy ocupada escuchándose. Y no acaba de vivir enajenada y de enajenar a otros hasta que no prueba en sí misma la medicina del error, hasta que no ve lo ciega que ha estado ante sus propios sentimientos y lo tonta que ha sido –una de las cosas que Austen deja claro siempre es que las mujeres suelen equivocarse solas– al preferir a un zascandil en vez de al hombre de valía que tenía tan cerca.
Ni que decir tiene que tras leer Emma –hay muchas ediciones, la más austeniana es la de Alianza Editorial– uno acaba convencido de que no hay que pasarse de listo con los demás ni ser muy tonto con uno mismo, solidísimos principios que, como es lógico, durarán el tiempo de un vermú. Lo que me parece imposible es que un lector de Jane Austen acabe militando en Podemos. La vacuna de la novela rosa liberal puede con el bacilo rojo del sabelotodismo.