Durante años, la estimación de su obra parecía limitada a un sector minoritario de lectores. Ante todo, por razones intrínsecas: su complejidad intelectual, la riqueza de alusiones, los guiños irónicos. En su pórtico, podría haber colocado un lema de clásica ascendencia: "Nadie entre aquí si no sabe mitología, historia antigua y cien saberes recónditos más". Es decir, lo apropiado para el deleite de los "happy few" y para ahuyentar al banal consumidor de baratos "best-sellers".
A eso se unían otros factores externos. Ante todo, a la vacilante actitud de Borges ante las dictaduras hispanoamericanas, algo especialmente difícil de aceptar por muchos jóvenes escritores hispanoamericanos que, en aquellos años, sentían simpatía por el castrismo – de Fidel, no de don Américo –, según la broma usual de entonces.
Añadamos a esto el gusto permanente de Borges por "épater le bourgeois", pisar callos y escandalizar a los bienpensantes. Cuando venía a España, cualquier entrevista periodística le daba ocasión para soltar sus habituales "boutades".
Si le preguntaban por su escritor español favorito, recurría a sus recuerdos de joven vanguardista para elegir a Cansinos Asséns (del que, probablemente, el aguerrido entrevistador no conocía ni el nombre).
El más malicioso inquiría su opinión por Antonio Machado y la respuesta de Borges era la esperada: "¡Ah, no sabía que Manuel tuviera un hermano!". El último peldaño de la irritación lo promovía Borges cuando le preguntaban su opinión del "Quijote". Exagerando su pose de "british", respondía: "Gana mucho, traducido al inglés".
El efecto era seguro: se desgarraban muchas vestiduras y no faltaba, en algún diario, la indignada respuesta de un defensor de la tradición nacional frente a este argentino, disfrazado de inglés. Una vez más, la provocación de Borges había logrado el efecto que pretendía.
Como estrambote, en los mentideros literarios se contaba que, una vez, viajó Borges a Sevilla y le llevaron a la terraza del Hotel Doña María, justo enfrente de la Giralda, donde le esperaba un viejo compañero de travesuras vanguardistas:
-¿No lo recuerda? Es Gerardo Diego.
Con implacable malicia, respondió Borges:
-¿Gerardo o Diego? ¿Cuál de los dos?
Así era Borges, así había que tomarlo..., o dejarlo. Daba más motivos, desde luego, para la admiración que para el afecto. Durante muchos años, tuvo seguidores fieles..., pero no muchos. Recuerdo yo que, a comienzos de los 60, don Rafael Lapesa, mi maestro, me rogó que intentara empujar a los estudiantes de la Facultad de Letras de la Complutense para que fueran a escuchar a Borges: venía a dar una conferencia al Instituto de Cultura Hispánica y se temía que la sala estuviera medio vacía. Hice lo que pude para convencer a aquellos filólogos en ciernes, que no tenían ni idea de quién era Borges ni de cómo escribía.
La conferencia fue fascinante. Hablaba Borges con tono pacifico, casi monótono; obviamente, sin papel alguno delante: ni lo podía ver ni lo necesitaba. Relacionaba obras literarias de distintas épocas y culturas; citaba de memoria, sin ningún esfuerzo, textos en español, francés, inglés, italiano, alemán..., y en alguna ignota lengua nórdica: un espectáculo fascinante.
Poco después, la fama de Borges dio un vuelco total. ¿Por qué? Lo ignoro. La nueva corriente nos llegó – como tantas otras – de los Estados Unidos. Me contó la anécdota Paco Ayala. Le había invitado a dar una conferencia, en su universidad norteamericana, y prepararon una sala pequeña; en pocos minutos, resultó insuficiente. Se trasladaron todos a un aula de tipo medio y también se llenó. Tuvieron que irse al aula magna, la más grande, atiborrada de entusiastas jovencillos...
¿Qué habían descubierto en la obra del escritor argentino? Nada menos – supongo – que la fantasía, el juego irónico, la complejidad intelectual, la cultura; es decir, lo que siempre había sido el terreno de Borges y que ahora, por primera vez, suscitaba tal entusiasmo, como clara superación del chato costumbrismo. Lo reconocieran o no, de esa fuente bebieron todos los componentes del llamado "boom".
Borges había dejado de ser un escritor para exquisitos y, a partir de entonces, recorrió el mundo con el reconocimiento masivo que, sin duda alguna, merecía. Así funcionan las cosas, tantas veces, en la sociedad literaria. Supongo que, a él, no le molestó el éxito pero sí debió de contemplarlo con cierta distancia irónica...