Leído La maldición de Lono, de Hunter S. Thompson, libro que vio la luz en 1983 y que la editorial Sexto Piso rescata en español –la traducción es de Jesús Gómez Gutiérrez- treinta y tres años después.
En La banda que escribía torcido (Libros del KO, 2013), Marc Weingarten escribe sobre el periodista gonzo: "Su vida consistía en irritar a la gente, ser impredecible y peligroso como el gatillo de una pistola que se dispara con apenas rozarlo". Por su parte, la nota de prensa que a los medios nos llega con la obra recoge el siguiente textual de Javier Memba, de El Mundo: "Hunter Stockton Thompson es a la prensa lo que Bukowski a la novela". Ambos tienen razón. Lo que ocurre –o, con perdón, me ocurre- es que, con este tipo de textos, cargados de bravuconadas, excesos y confesiones tóxicas, si no hay brillantez literaria –Henry Miller es, en este sentido, el rey-, saben mejor cuando eres un adolescente hiperhormonado o un estudiante que aún cree en el Periodismo verdadero, y demás dogmas de ficción. Sin embargo, cuando el lector madura y, en Literatura, busca algo más, estos libros cojean.
En una entrevista concedida a Mojo en 2008, Nick Cave declaraba: "No suscribo el modelo de Bukowski. Hace mucho que no lo leo, pero es un borrachín y ahí se acaba todo, las situaciones en las que supuestamente se ve envuelto y todo eso". Eso mismo ocurre, en mi opinión, con La maldición de Lono. El texto, en general, se muestra superficial y desfasado –"Es como si te alcanzara un meteoreo (meteoro). ¿Meptpr? ¿Metoreo? Meteoro… sí, eso suena bien: como si te alcanzara un meteoro mientras vas conduciendo por una autopista", escribe, supongo, en mitad de un colocón-. La prosa no es brillante y los hechos que se relatan son, en su mayoría, anodinos. Resumimos la sinopsis: a Thompson le envía a Honolulú una revista desconocida (Running) para cubrir una maratón; invita a su amigo, el dibujante Ralph Steadman, que acude junto a su familia, y lo que iban a ser unas vacaciones bucólicas y paradisíacas, se transforma en una retahíla de aventurillas aliñadas con personajes de tercera, alcohol y, a veces, torrentismo.
Me dice Jaime G. Mora, de ABC, que "posiblemente el estilo de Thompson hoy no funcione". No creo que sea ese el principal problema de La maldición de Lono, aunque sí carece de la intensidad, la electricidad o la tensión de Los Ángeles del Infierno o Miedo y asco en Las Vegas. El lector, en lugar de entrarle ganas de salir de copas con el autor, lo que piensa es: "Anda, coge un taxi y lárgate a casa".
Conste en la reseña que el libro tiene partes brillantes. Las encontramos cuando Thompson se muestra más periodista convencional –narrando la historia del descubrimiento de Hawái, o el carácter sociológico o religioso de sus habitantes ("En Hawái, las Navidades son también la época de la fiesta anual de Lono, el dios del exceso y la abundancia. Puede que los misioneros enseñaran a los indígenas a amar a Jesús, pero, en el fondo de sus corazones paganos, no les cae bien: Jesús es demasiado estirado para esta gente")-, cuando reflexiona sobre la profesión –"El periodismo es un billete para una atracción, para sumergirse en persona en las mismas noticias que otros ven por la tele… y está bien, pero no paga el alquiler, y los que no puedan pagar el alquiler en los ochenta lo van a pasar mal"- o cuando destila ironía –al describir la carrera de japoneses- y locura –cuando, tras pescar un pez espada, se proclama la reencarnación del dios Lono.
Curiosa divinidad la de Thompson, quien una vez dijo que siempre tuvo la impresión de haber nacido derrotado.