En este curso académico que ahora concluye leí a mis alumnos, casi cien, las causas aportadas por los trabajadores para una baja laboral. Se trataba de un pergamino del Antiguo Egipto. Las razones eran las normales: accidentes y compromisos familiares. La última decía: "No ha ido a trabajar porque ayer su mujer le dio una paliza". Los alumnos –europeos, americanos, africanos y asiáticos– se rieron. Todos. Cuando terminaron les dije: "Si el texto dijera 'María no fue a trabajar porque su marido le dio una paliza', ¿os hubierais reído?". Se atragantaron. Es el efecto de la propaganda institucional de protección a las mujeres maltratadas y ninguneadora de los hombres que sufren malos tratos, a pesar de que el 10% de las personas muertas a manos de su pareja son varones. Esta situación discriminatoria aumenta la penalización social del hombre maltratado, que ve cómo se ridiculiza su sufrimiento.
El feminismo de la opresión –no el de la igualdad ni el de la diferencia, que son distintos– es un proyecto de ingeniera social para cambiar la sociedad a través de la acción del Estado. El fundamento es que la mujer ha sido oprimida históricamente y que ahora debe predominar sobre el hombre para compensar la balanza de poder y en aras de su visibilidad social. Las leyes de discriminación por género y las instituciones públicas para la igualdad reproducen ese planteamiento. Los medios y la publicidad se han hecho eco de esta mentalidad. Por ejemplo, hay un anuncio de un rastreador de seguros en el que un hombre que está limpiando su casa es golpeado por un puño gigante cuando su mujer le pregunta si renuevan la póliza. La inversión de esos papeles sería impensable.
La violencia que sufren los hombres a manos de sus parejas no se quiere ver. Muchos varones lo contemplan con ironía, y muchas mujeres niegan que exista o que sea relevante. La mayor parte de la violencia sufrida por los hombres, física y psicológica, no se denuncia ni se cuenta; y menos aún la que tiene lugar en parejas homosexuales. La socióloga Laia Folguera, profesora de la Universidad de Barcelona, ha estudiado en Hombres maltratados. Masculinidad y control social a los varones heterosexuales que afirman sufrir o haber sufrido ese tipo de violencia a manos de su pareja, lo que le permite redefinir la violencia de género. Curiosamente, o no, España tiene un déficit en este tipo de estudios en comparación con Estados Unidos o el resto de Europa.
El "dar voz a los sin voz", como dice Folguera, le ha permitido mostrar la difícil adaptación de los hombres maltratados al entorno social, marcado por una visión sexista e injusta, y la reacción institucional, siempre discriminatoria y a veces cruel. Esa voz la da la autora en una tercera parte emocionante: "Relatos de vida". Son diez casos; diez varones, cinco de ellos con estudios universitarios. Entre ellos hay arquitectos, profesores, informáticos o empresarios. La mayoría prefiere quedar en el anonimato, sobre todo para ocultar el drama a sus hijos. Los testimonios son duros: agresiones físicas, humillaciones verbales en referencia a su masculinidad, gritos, insultos, amenazas, broncas sin sentido, infidelidades, control absoluto de movimientos y comunicaciones, anulación de la personalidad o desprecio a su trabajo, opiniones y gustos. Todo esto provoca miedo, sumisión, sufrimiento y tristeza, un estado de ceguera voluntaria suicida que el maltratado, además, no cuenta a nadie.
Los relatos dejan retazos de cómo trata el Estado a los hombres maltratados, especialmente si deciden divorciarse: pierden la custodia de sus hijos, su casa, buena parte de su sueldo y sus derechos, convirtiéndose en ciudadanos de segunda (violencia estructural o institucional). No tienen ningún tipo de ayuda específica; todo lo contrario que las mujeres. En esta España, una misma agresión lleva al hombre a la cárcel inmediatamente, sin presunción de inocencia (violencia de género), mientras que la mujer sigue el lento procedimiento ordinario (violencia doméstica). Las maltratadoras lo saben y se aprovechan, sobre todo si hay un proceso de divorcio de por medio.
En plena imposición estructural de un único modelo de ser hombre, el resultado es que la identidad del varón se convierte en problema. De esta manera, la mujer percibe el mensaje de que es mejor y que todo se le debe, mientras se señala al hombre como culpable de un pasado que no vivió; potencial agresor, se ve obligado a un cambio completo por portar valores, costumbres y actitudes negativas. El varón, además, debe aceptar como buenas (y merecidas) las actitudes sexistas, discriminatorias y agresivas hacia su sexo. La violencia sobre el hombre se ve como risible y atípica, lo que empeora la situación del maltratado, que pierde su dignidad e identidad porque no se siente comprendido e integrado, sino rechazado y anormal.
Este libro, presentado de una forma científicamente impecable y de fácil lectura, no oculta la violencia sobre la mujer ni la minimiza, sino que resalta la dificultades que las instituciones y el entorno ponen al hombre maltratado.
Laia Folguera, Hombres maltratados. Masculinidad y control social, Bellatera, Barcelona, 2014.