Todos los jerarcas del III Reich y muchos de sus aliados murieron antes de acabar la Segunda Guerra Mundial o fueron capturados. Adolf Hitler y Joseph Goebbels se suicidaron en Berlín y Heinrich Himmler lo hizo más tarde al ser detenido. Benito Mussolini fue capturado por unos partisanos y fusilado por éstos. El mariscal Petáin murió en la cárcel, mientras que varios de sus ministros y altos cargos, como Pierre Laval y Joseph Darnand, fueron ejecutados. El noruego Vidkun Quisling, el eslovaco Jozef Tiso y el rumano Ion Antonescu también murieron ejecutados. En Nüremberg se ahorcó al ministro de Exteriores, Joachim von Ribbentrop, al ideólogo Alfred Rosenberg, a los generales Keitel y Jodl; Hermann Goering y Robert Ley se suicidaron antes.
El croata Ante Pavelic huyó a Argentina, sufrió un atentado y murió a consecuencia de éste en España. El almirante Horthy, regente de Hungría, y Víctor Manuel III, rey de Italia, murieron en el exilio. El mariscal Mannerheim, elevado a presidente de Finlandia entre agosto de 1944 y marzo de 1946 para protegerle de represalias; falleció como héroe nacional de su país. El mejor librado de todos ellos fue Hirohito, que falleció como emperador de Japón en 1989, mientras que los Aliados ahorcaron a varios de sus ministros y generales.
Las pruebas de la muerte de Adolf Hitler fueron numerosas desde que él y su esposa, Eva Braun, se suicidaran el 30 de abril en el búnker de la Cancillería, cuando las tropas del Ejército Rojo se encontraban a unos cientos de metros. Pero como su cuerpo no apareció, en seguida surgieron las teorías de la conspiración.
Es una conducta muy humana la de rechazar una explicación sencilla y sustituirla por otras retorcidas y confusas, aunque sean mucho más improbables. Ocurre, por ejemplo, con Cristóbal Colón. En vez de aceptar lo que él mismo cuenta en sus escritos sobre su origen y sus planes, alguna gente (con mucho tiempo que perder y, también, con pensión o sueldo públicos) prefiere dedicarse a elucubraciones tan absurdas como gratificantes.
Los soviéticos descubrieron el cuerpo
En cuanto se produjo la rendición incondicional de Alemania el 8 de mayo (el 9 ante la URSS), los Aliados, tanto los estadounidenses como los británicos y soviéticos, se afanaron en encontrar a los científicos alemanes que habían diseñado y fabricado las últimas armas para ‘persuadirles’ de que trabajasen para ellos. También buscaron a los máximos dirigentes del III Reich, fuesen militares, civiles, industriales o espías. ¿Iba a desaparecer Hitler, cuya cara y características físicas conocían todo el mundo?
Stalin recibió en seguida pruebas de la muerte de Hitler, remitidas por el mariscal Gueorgui Zhúkov, conquistador de Berlín. El 4 de mayo una unidad de SMERSH, el contraespionaje soviético, halló los restos quemados de Hitler y Braun en el jardín de la cancillería. Sus hombres detuvieron a varios de los que habían pasado los últimos días de abril con el Führer, como los oficiales de las SS Otto Günsche, asignado como edecán de Hitler, testigo de la muerte de éste y encargado de quemar su cadáver, y Heinz Linge, su ayuda de cámara, que se convirtieron en las principales fuentes de información sobre la vida y el fin de Hitler para los soviéticos. Con los interrogatorios a Günsche, Linge y otros alemanes, la NKVD presentó a Stalin en 1949 un informe que dejaba clara la muerte de Hitler.
En los archivos soviéticos no sólo se guardaba ese texto (descubierto y publicado en 2005), sino, también, los restos del uniforme que vestía Hitler cuando sufrió el atentado de julio de 1944 y trozos de su esqueleto (partes de su mandíbula y su cráneo).
Y Stalin creó el bulo
Sin embargo, Stalin y sus lacayos comunistas en Occidente se convirtieron en los creadores del bulo de la huida de Hitler de Berlín. En la Conferencia de Postdam, Stalin dijo al presidente de EEUU, Harry Truman, que Hitler seguía vivo y estaba refugiado en España o Argentina. Stalin ya había concebido fugas sorprendentes para encubrir sus matanzas. En diciembre de 1941, con los alemanes a las puertas de Moscú, el primer ministro del Gobierno polaco en el exilio, el general Sikorski, le preguntó a Stalin por los miles de oficiales polacos capturados en septiembre de 1939. Como no podía reconocerle que los había hecho asesinar en Katyn y otros lugares, Stalin le dijo que se habían escapado todos a Manchuria.
Durante años, esa mentira la usaron los comunistas para lanzar una mancha sobre las democracias. Hitler había escapado y el Occidente capitalista le protegía para usarlo como movilizador de los alemanes en una inminente guerra contra la URSS, que se había desangrado luchando para derrotar a la bestia nazi. Además, así se justificaba la teoría stalinista de que el fascismo es una degradación de la sociedad burguesa y la postura estratégica de que las democracias burguesas y el nazismo se unirían contra el socialismo real.
Y esto lo sostenía quien fue aliado de Hitler en 1939, con el que se repartió Europa Oriental y al que envió materias primas y alimentos hasta la invasión de junio de 1941. Como el comunismo es radicalmente incompatible con la verdad, los soviéticos ocultaron los detalles de su colaboración con el Reich nacional-socialista y la muerte de Hitler.
La investigación de Trevor-Roper
La campaña de los comunistas fue tan intensa que el oficial del servicio de contraespionaje británico Dick White encargó al joven historiador Hugh Trevor-Roper, miembro de los servicios de información durante la guerra, que investigase las afirmaciones de la URSS. Trevor-Roper interrogó o envió cuestionarios a los alemanes que habían acompañado a Hitler en sus últimos días y no habían sido apresados por el Ejército Rojo. Su informe se entregó en noviembre de 1945 al comité de inteligencia de las tres potencias vencedoras de Alemania, más Francia. Su conclusión es que Hitler estaba muerto.
Con las informaciones recogidas, Trevor-Roper elaboró su famoso libro Los últimos días de Hitler (1947), que contenía algunos hechos asombrosos luego confirmados por otras fuentes, como el mismo informe soviético, como el deterioro físico y mental de Hitler después del atentado de julio de 1944 debido a las heridas y la medicación recibida.
Pero durante la Guerra Fría sostener que los soviéticos ocultaban la muerte de Hitler o colaboraron con los alemanes acarreaba acusaciones por parte de los comunistas y de sus compañeros de viaje de estar a sueldo de la CIA o hasta de ser neo-nazi.
El peligro de los negacionistas
Los grandes secretos no existen. Luis XIV ordenó silenciar el complot de los venenos: una red de hechicerías y envenenamientos en su corte que le dejaba en ridículo ante Europa entera. Pero su jefe de policía guardó sus diarios y documentos, gracias a los cuales conocemos el caso, por el que fueron ejecutadas treinta y seis personas. También conocemos la colaboración del régimen imperial alemán con Lenin para llevarles a él y a sus bolcheviques a Petrogrado en 1917 y hasta para dar el golpe de estado.
Los Estados son inmensos generadores de papel. Si el régimen político es una dictadura burocrática, como la URSS o el III Reich, los documentos forman montañas, así como los testimonios de las docenas, sino cientos, de funcionarios. Los expedientes generados por la Stasi, la policía política de la Alemania comunista, equivalen a todos los archivos producidos en la historia alemana desde la Edad Media.
Las dudas sobre la muerte de Adolf Hitler se limitan a quienes desean vender libros y, más peligrosos, a quienes pretenden destacar la imposibilidad de un conocimiento objetivo, porque, a fin de cuentas, todo es relativo y depende de interpretaciones, sea la historia o sea la biología. Las frases de "No existe la objetividad", "No hay pruebas de que Hitler muriera en Berlín" y "Nadie previó la pandemia del Covid-19" provienen del mismo modo de pensar que pretende destruir la realidad y con ella la verdad.