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Antonio Escohotado

Día de la Neg-Hispanidad

El lesbocomunismo denuncia el racismo del hombre blanco, e ignora olímpicamente el mundo azteca, inca o maya, donde el más alto destino de la mujer era morir dando a luz.

El lesbocomunismo denuncia el racismo del hombre blanco, e ignora olímpicamente el mundo azteca, inca o maya, donde el más alto destino de la mujer era morir dando a luz.
Hernán Cortés, La Malinche y el jefe de Tlaxcala | Cordon Press

Portavoz de lo conocido en los años 70 como lesbofeminismo, y también materialismo feminista francés, Monique Wittig vio en la fracción femenina una "clase oprimida, que desaparecerá cuando desaparezca la clase patriarcal masculina, pues así como no hay esclavos sin dueños tampoco habrá mujeres sin hombres". Su antorcha la empuña hoy el llamado lesbocomunismo chicano, que a través de la dominicana Ochy Curiel y la boliviana Julieta Paredes apoya la regeneración del continente bautizada comoAbya Yala, un término precolombino traducido por "tierra en plena madurez".

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Curiel y Paredes cultivan un análisis "carnal" de las cuestiones, descrito a veces como "teoría/ficción", que combina lírica con documental –mezclando entrevistas efectivas e imaginarias– para transmitir experiencias "vividas por el cuerpo". En 2009 otra portavoz de la corriente, Cherry Moraga, sintetizó su perspectiva como "no traicionar nuestra raza con malinchismo"–por La Malinche, traductora y amante de Hernán Cortés–, pues solo evitará verse corrompida si evita todo "influjo extranjero".

Cultivar la posverdad permite a estas publicistas seguir denunciando el racismo del blanco, e ignorar que en el mundo azteca, inca o maya, el más alto destino de la mujer era morir dando a luz. Tampoco asumen que estas tres culturas llevaron la práctica del sacrificio humano a extremos inauditos, confirmados no solo por testigos foráneos e indígenas sino por evidencias arqueológicas en continuo aumento. Por ejemplo, el imperio azteca celebraba 18 fiestas anuales dedicadas al sacrificio humano, y su panteón de dioses vampíricos reclamaba sangre de vírgenes e impúberes masculinos, salvo el exigente Tlaloc –la deidad de la lluvia-, conforme solo con las lágrimas de niños pequeños. Las ofrendas se hacían usando cuchillos de obsidiana, con la meta de poder exhibir los corazones todavía palpitantes.

Si Moraga y sus colegas no demuestran otra cosa, rehuir el malinchismo es comulgar con una especie de Esparta mucho más atroz, donde ascender en la escala militar –única respetable– dependía del número de chivos expiatorios ofrecidos por cada guerrero al sacrificio, frecuentemente engordados para satisfacer el canibalismo ritual de todos los espectadores, y más de un arqueólogo ha empezado a dudar de su carácter simbólico.

En efecto, el pueblo azteca ignoraba tanto la rueda como la cría de ganado, y dado lo tóxico de coyotes y jaguares, con mercados que solo ofrecían pájaros y ofidios en términos cárnicos, las proteínas humanas resultaban ser lo más nutritivo con mucho. Despreciar cada año quince, veinte o cincuenta mil cadáveres de materia tan tierna parece tan absurdo como que nosotros despreciásemos el cordero pascual y lechal.

Hasta qué punto ese Imperio fue odiado por sus súbditos lo prueba la propia conquista, que Cortés consumó gracias a contar con vasallos de Moctezuma como aliados. Eso es rigurosamente indiscutible, pero el criterio de dichos vasallos –como los reyes de Tlaxcala y Otumba– se borra de la memoria. Hoy los turistas del DF pueden grabar en sus móviles cómo cada año alguien disfrazado de Cortés se arrodilla ante Moctezuma en la Plaza del Ángel, ante aplausos de la concurrencia.

Lejos de aborrecer a los feroces romanos, y a las no menos feroces tribus germánicas y escandinavas, Europa les celebra como antepasados admirables por un motivo u otro. No me extrañaría que algo parejo acabe ocurriendo en Iberoamérica, cuando las razas se desdibujen por progresos del mestizaje, y algo remotamente parecido a información conviva allí con el fanatismo. Por lo que a mí respecta, siempre me espantó el patrioterismo –por ejemplo, jamás veo partidos de nuestra selección si el adversario no es fuerte–, y entiendo que la patria humana solo puede ser la tierra entera; pero la combinación de querer odiar y querer ignorar, la rabia analfabeta, me da cada día más lástima, por no decir más asco.

Esta tarde encontré en una de las redes a Erasmus Darwin –sí el abuelo del biólogo-, que hacia 1800 y ante la cámara de los Comunes se declaraba admirado "por cómo tratan los españoles a los indios como semejantes, incluso formando familias mestizas y creando para ellas hospitales y universidades, pues he conocido alcaldes, obispos y hasta militares indígenas, lo que redunda en paz social y bienestar". ¿De qué sirve encadenar embustes, y sobre todo omitir términos comparativos? Tanta cháchara sobre el Imperio, omitiendo para empezar al inca y al azteca, ¿tendrá algún día la bondad de informarse sobre los satélites de la Rusia soviética, o simplemente el régimen aplicado a las provincias cubanas?

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