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José García Domínguez

Carta lacrada a Pablo Iglesias (4)

En cualquier otro rincón del mundo, los filólogos universitarios intentan hacer ciencia. Los nuestros, en cambio, se dedican a hacer patria.

En cualquier otro rincón del mundo, los filólogos universitarios intentan hacer ciencia. Los nuestros, en cambio, se dedican a hacer patria.
PV

Caro Pablo:

Tras lo que ya te llevo contado en estas cartas sobre la peripecia biográfica de la lengua catalana, convendrás conmigo en que sería fascinante conocer su genuina trayectoria a través de los siglos. Pues el catalán, como bien sabes, es una de las contadísimas lenguas europeas que, pese a no haber dispuesto nunca de un Estado propio, ha logrado no solo sobrevivir, sino que se plantó en el último tercio del siglo XX con un nivel de conservación tan razonable que hizo posible la generalización de su uso a todos los ámbitos de la vida moderna en menos de un par de lustros. Algo de todo punto inconcebible si, tal como predica la doctrina nacionalista canónica, la lengua se encontrara en una situación moribunda tras varios siglos de ininterrumpida persecución exhaustiva por parte del poder central. Intuitivamente, Pablo, ya tienes que haber advertido que algo no acaba de cuadrar en ese relato maniqueo de perseguidos buenos y perseguidores malos. Y de ahí que se antoje tan triste el que, aún a día de hoy, no exista un saber académico riguroso al que poder llamar filología catalana. Porque lo único que aquí existe, Pablo, es la filología catalanista, que no catalana. En cualquier otro rincón del mundo, los filólogos universitarios intentan hacer ciencia. Los nuestros, en cambio, se dedican a hacer patria. Por eso, en pleno siglo XXI, continuamos sin conocer la verdadera trayectoria histórica de la lengua.

Como tú sabes mejor que yo, la gran tara cognitiva del nacionalismo, el sesgo ubicuo que castra intelectualmente a cuantos abrazan esa doctrina, es su definitiva incapacidad para reconocerse a sí mismo como una ideología política, una entre otras muchas. La socialdemocracia o el liberalismo, por ejemplo, no aspiran a ser nada más que eso, sistemas articulados de ideas que reflejan la voluntad o, si lo prefieres, los intereses de los grupos económicos o sociales que los promueven. El nacionalismo, en cambio, recuerda mucho más en su estructura interna a una obediencia religiosa que a una prosaica opción política. Acaso de ahí, por cierto, el que siempre abunden tantos curas y excuras en sus filas. Así, decirse liberal o socialista constituye en todos los casos una elección personal. El nacionalista, en cambio, percibe su adscripción a la causa en que milita como una verdadera toma de conciencia, algo muy distinto. Para el nacionalista, la nación, su nación, constituye una realidad objetiva que existe desde el principio de los tiempos y que, por tanto, es anterior e independiente de la voluntad los seres humanos que circunstancialmente la integran. Sin ir más lejos, nuestros filólogos locales sienten de ese modo. Razón por la cual les resulta imposible aceptar que el castellano, o sea la lengua extranjera ajena a la nación, lograse penetrar con tanta fuerza en Cataluña sin que su incómoda presencia respondiera a una imposición forzada de un poder exterior. Pero no solo eso. Porque si, tal como todos ellos creen a pies juntitas, el nacionalismo no fuera otra cosa más que el gozoso descubrimiento personal de una realidad, la de la nación propia, que formaría, como los ríos o los montes, parte de la naturaleza misma, ¿cómo entender el nacionalismo entusiasta que se apoderó de los buenos burgueses catalanes desde los principios del siglo XIX? Y es que la incipiente burguesía catalana se hizo nacionalista en masa, y además de un modo tan súbito como arrebatado, cuando aquel cambio de centuria. El problema, ¡ay!, es que se hicieron nacionalistas españoles, no catalanes. Y esa comprobadísima y contrastadísima herejía, Pablo, es algo que, simplemente, no le puede caber en la cabeza a un catalanista de este tiempo nuestro, el presente. Sencillamente, no lo pueden entender. Es algo que pone en cuestión su visión del mundo, como si tú mañana salieras a la calle y te cruzaras con varias vacas volando alrededor de la Plaza de Cascorro.

No lo pueden entender y mucho menos aún contárselo a los catalanes de a pie o a los sufridos progresistas biempensantes de la Meseta, como tú mismo sin ir más lejos. En consecuencia, la narración que hoy se explica en todas las aulas de Cataluña a los escolares remite al consabido cuento maniqueo, el de los buenos y los malos. Sometido a un acoso constante, el catalán habría quedado reducido progresivamente a una lengua de exclusivo uso popular tras la derrota de 1714. Situación de postración terminal que una burguesía dotada de conciencia nacional (catalana) habría comenzado a corregir desde principios del siglo XIX. Un bonito y enternecedor relato que por desgracia (para ellos) nada tiene que ver con la verdad. Porque no se ajusta a los hechos la presunción que el idioma catalán sufriera un proceso de abandono en sus usos cultos y escritos a lo largo de la centuria del XVIII. Eso, sencillamente, no ocurrió. Hay infinidad de pruebas documentales en los archivos que desmienten tal especie. Bien al contrario, en catalán se siguió escribiendo, y de forma muy generalizada entre las capas ilustradas, durante esa época de supuesta decadencia. Por lo demás, sí es cierto que se abandonó su uso, y de repente, para mayor perplejidad, a partir de la Guerra de la Independencia. Un fenómeno desconcertante a ojos de un catalanista, pero que obedeció a una lógica bastante simple. 1808, o si se prefiere 1812, es el instante germinal del nacionalismo español, su puesta de largo en el escenario de la Historia. Ese mismo nacionalismo liberal, el propio de las revoluciones burguesas que trataban de desmantelar el Antiguo Régimen en toda Europa, que abrazó e hizo suyo con entusiasmo la emergente burguesía catalana. Un nacionalismo, el español, que les llevó a renunciar de grado a la lengua vernácula más allá de su estricto uso privado y familiar. Pues es cuando se produce la repentina y trascendental metamorfosis que lleva a que el castellano deje de ser el idioma de la monarquía para convertirse en la lengua nacional española. Contra lo que a ti y a tantos os han hecho creer, Pablo, la famosa Renaixença, lejos de constituir un movimiento colectivo de recuperación del idioma catalán, fue justo lo contrario: su solemne acta de defunción para cualquier uso no folclórico o de estricta escenificación sentimental. No fue Madrit, Pablo, sino la burguesía catalana quien despreció y olvidó el catalán, como si de un viejo trasto inútil se tratara. Pero ya te contaré.

Tuyo afectísimo.

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