Cinematográficamente, la revolución húngara contra la dictadura impuesta por el régimen soviético no es tan conocida como, por ejemplo, la checa. La ausencia de imágenes suele implicar también cierta desconexión del imaginario colectivo. De ahí que, por ejemplo, los crímenes totalitarios del gulag comunista no hayan tenido el impacto en la conciencia occidental que sí han tenido las atrocidades de los campos de exterminio nazis. Del mismo modo, la censura impuesta por los comunistas tras la fallida revolución, a tiros de metralletas desde los tanques contra la población indefensa, ha repercutido en que haya sido más difícil elaborar una documentación cinematográfica de las heroicidades de la revolución democrática de Budapest, aplastada a sangre y fuego por los comunistas húngaros ayudados por sus camaradas rusos.
Pero películas, haberlas, haylas. La más "peculiar" es la que se realizó en Estados Unidos siguiendo el molde melodramático habitual en Hollywood. En Rojo atardecer (1959) se relata la salida de unos extranjeros de Hungría tras la revolución. Entre los que huyen también hay un dirigente de la resistencia acompañado de una bella mujer británica. En la frontera, sin embargo, se encontrarán con un Calibán soviético en la figura de un borrachuzo, cantarín y mujeriego oficial ruso que inevitablemente se "enamorará" de la mujer, lo que desencadenará un tormentoso ménage à trois político-sentimental. El oficial ruso es interpretado por Yul Brynner, en plan Dimitri Karamazov, y la idealista americana por Deborah Kerr, con lo que más bien parecía una versión burguesa de El rey y yo que habían rodado ambos poco antes. Sin llegar a ser Casablanca, la película tiene su encanto aunque más bien por el morbo erótico de los encuentros entre la contenida Kerr y la intensidad demoniaca de Brynner que por la claridad de su exposición política. El director era Anatole Litvak, un lituano que había escapado al golpe de estado de los leninistas a la Rusia democrática y que, posteriormente, había advertido a sus colega de Hollywood sobre el ascenso de los nazis. En fin, alguien habituado a detectar a un totalitario donde fuese y con una habilidad para los idiomas que lo hacía especialmente adecuado para producciones como esta en la que se combinaban diferentes lenguas.
Pero, por supuesto, y a pesar de las dificultades tras el intento de democratización liberal del país que fue aplastada por el comunismo, ha sido el cine húngaro el que mejor ha vertido en imágenes el ansia de libertad del pueblo magiar. No es de extrañar que debido a la persecución imperante haya sido en ocasiones sólo posible mostrar, y muy oblicuamente, la emergencia de la revolución y su posterior aplastamiento. Love (Szerelem, 1971) es una especie de Good bye, Lenin pero sin comedia. Iván Darvas es encarcelado por las autoridades comunistas y, mientras tanto, su mujer trata de que su madre crea que en realidad está en Estados Unidos. Mansfeld (2006) también cuenta la experiencia de otro prisionero político, pero en esta ocasión desde la óptica trágica. Péter Mansfeld tuvo la mala suerte de conseguir la vitola de mártir ya que fue ejecutado antes de que le alcanzar la amnistía general de los años 60.
Pero si hay un film que relata de lleno lo ocurrido en Budapest entre el 23 de octubre y el 10 de noviembre de 1956 esta es Hijos de la gloria (Krisztina Goda, 2006). Aunque la película comienza un poco antes y termina un poco después, concretamente el 6 de diciembre cuando se jugó el partido de waterpolo más famoso de la historia: el de la "sangre en el agua". En Melbourne se celebraban lo Juegos Olímpicos en un clima de tensión internacional, entre otros acontecimientos por la represión soviética de la revolución húngara. La película se abre con un partido de waterpolo entre las selecciones de Hungría y la Unión Soviética en la que los "rusos" reparten estopa a discreción, ante la mirada comprensiva de los jueces y un público entregado que ondea banderas rojas con estrellas doradas. Poco pueden hacer los húngaros ante el partido amañado salvo liarse a puñetazos con los soviéticos en el vestuario. A continuación, mientras la selección está concentrada cerca de Budapest, estalla la revuelta en las calles de la capital. Los jugadores se debaten entre entrenarse en el agua o dejarse la sangre en las calles. Ante este dilema, la película (en el guión interviene Joe Eszterha, que se había hecho famoso por Flashdance e Instinto básico) adopta un estereotipado modelo de melodrama romántico con deportista enamorado que se compromete para estar al lado de su idealista y guapa heroína. Sin embargo, y a pesar del cliché del romanticismo ideológico, la película describe una vibrante representación del movimiento de liberación húngaro. En un momento dado sale un dirigente comunista a un balcón y grita "¡Camaradas!". La multitud le silba e insulta y un niño pregunta el porqué de dicha reacción de la muchedumbre. El diálogo sigue:
"-Ya no somos camaradas
-Entonces, ¿qué somos?
-Personas libres"
Este gran "zasca" al comunismo se verá refrendado en el tramo final de la película con el enfrentamiento en Melbourne entre las dos selecciones de waterpolo, algo así como la batalla en el abismo de Helm entre humanos y elfos, por un lado, y orcos, por otro. Los húngaros no estaban jugando un partido sino que defendían toda una cosmovisión del mundo, la libertad, y a un pueblo que acaba de ser masacrado, el magiar. Como dijo el Messi húngaro, Ervin Zador:
"Sentíamos que estábamos jugando no solo por nosotros, sino por todo nuestro país"
Finalmente, la sangre llegó a la piscina y los húngaros pudieron dejarse en el agua lo que sus compatriotas habían derramado sobre los adoquines, cuando un jugador ruso golpeó intencionadamente a Zador en el rostro provocando un corte y que el agua se pintase de rojo.
Posteriormente, también se realizó un documental sobre dicho partido titulado Freedom’s Fury, con producción de Quentin Tarantino y narración de Mark Spitz que había sido entrenado por Zador, que sigue la trayectoria de la estrella húngara como un símbolo de las luchas que desde entonces, y pasando por la revolución de Praga, llevaría a la caída del muro en Berlín. De aquellas luchas, el actual estado del mundo donde el comunismo es un espectro, como había visto Marx, pero tan flácido e inane que es incapaz de amenazar miedo y avisar silencio, por mucho que suspiren Pablo Iglesias o Alberto Garzón o todavía amaguen Raúl Castro y Timochenko.