Incluso la CIA había cerrado su oficina allí porque en Portugal nunca pasaba nada. Era un país pobre, al que el salazarismo había dado paz pero no prosperidad; la tasa de analfabetismo más alta de Europa Occidental; la población emigraba a Europa para encontrar trabajo y escapar del reclutamiento militar; la guerra en las colonias africanas, aunque victoriosa, duraba casi 15 años y lastraba la economía; la oposición era casi inexistente…
De pronto, unos conspiradores militares se alzaban contra el régimen en el que habían crecido y habían sido educados, y todo el Estado se desmoronaba en cuestión de horas.
El franquismo perdió entonces a su más fiel aliado. El nuevo régimen, controlado por el Movimiento de las Fuerzas Armadas, derivó hacia la izquierda, pese a que el nuevo presidente de la república fue el mariscal Antonio de Spínola, que había hecho su carrera en el Ejército del Estado Novo, hasta el punto de haber estado en el frente ruso en la Segunda Guerra Mundial como observador invitado por los alemanes y haber aprobado la Operación Mar Verde.
Un golpe dado por la intendencia
A muchos franquistas, el golpe les sorprendió y preocupó, pues era la institución guardiana del régimen luso la que le ponía fin. Sin embargo, se dice que el general Franco juzgó así los acontecimientos: "¿Qué puede esperarse de un Ejército que se deja dirigir por su intendencia?". Porque los golpistas eran militares destinados en guarniciones de Portugal y servicios logísticos y de instrucción.
En cambio, a muchos miembros de la oposición, les alegró, porque demostraba que era posible sublevar a un sector de los militares. El conde de Barcelona, de manera imprudente, empezó a hacer unas declaraciones a la prensa lusa en las que se presentaba como "amigo y admirador del general Spínola" y afirmaba que lo que éste había realizado en su país era "lo que él siempre había propugnado para España" (Laureano López Rodó, en la Larga marcha hacia la monarquía).
Seis meses antes, ETA había asesinado al presidente del Gobierno español, Luis Carrero Blanco, en un atentado tan sorpresivo como pasmoso. La izquierda ibérica, que durante décadas había sido contenida, comenzaba a levantarse.
A Estados Unidos y a los países de Europa Occidental, la situación en Portugal les preocupaba cada vez más, sobre todo cuando entraron ministros comunistas en el Gobierno y Lisboa otorgó la independencia a Angola, Mozambique, Guinea y Cabo Verde, que cayeron una tras otra bajo control de dictadores que se alinearon con la URSS.
El minúsculo grupo de los socialistas españoles se benefició del miedo en la OTAN (de la que Portugal era miembro) y en las cancillerías a que la inestabilidad se trasladase a España a la muerte del octogenario Franco y el PCE se hiciese con el poder. Para evitarlo, Occidente se apresuró a poner en pie un partido socialista moderado, con dinero y técnicos alemanes.
El veto de Franco a Estados Unidos
Pero cuando los comunistas aumentaron su control en el Gobierno y la calle portugueses, sobre todo a partir de marzo de 1975, cuando Spínola, que había dejado de ser presidente en septiembre de 1974, trató de dar un golpe y fracasó (huyó a España), el Gobierno de EEUU recurrió a Madrid.
El presidente Gerald Ford y el secretario de Estado, Henry Kissinger, llegaron en visita oficial a Madrid el 31 de mayo de 1975. En su reunión con Franco, trataron la situación en Portugal y, para sorpresa de los norteamericanos, el español se mostró calmado sobre el futuro del país vecino y "con convicción manifestó que la situación portuguesa volvería a su cauce". Además, el caudillo se negó a inmiscuirse en Portugal. Según el diplomático Luis Guillermo Perinat (Recuerdos de una vida itinerante), Ford le pidió a Franco que permitiese el uso del territorio español como plataforma desde la que podrían irrumpir fuerzas de EEUU.
En aquel momento, y escogiendo cuidadosamente sus palabras que, sin duda, habían sido previamente seleccionadas, Ford llegó incluso a insinuar la petición de que España prestase ayuda para contrarrestar la revolución portuguesa sin explicitar de qué forma, pero que, por el modo de expresarse, parecía estar sugiriendo un apoyo desde territorio español para algún tipo de acción.
¿Y cómo respondió Franco ante la petición de su casi único aliado a combatir su gran enemigo, el comunismo, y en las puertas de su patria?
El Jefe del Estado reiteró, imperturbable una vez, que nada pasaría en Portugal con carácter definitivo, que había que dejar pasar el tiempo, que cualquier intervención o acción sería contraproducente y que el pueblo portugués comprendería pronto que sus dirigentes no defendían los intereses verdaderos y legítimos del país. El mismo pueblo portugués haría posible que la situación evolucionase favorablemente.
Agradecimiento del socialista en Soares
Quien fue en Portugal en esos años ministro de Asuntos Exteriores y luego primer ministro (1976-1978), el socialista y masón Mario Soares, reveló más detalles sobre la protección que dio Franco a la revolución de los claveles. En vísperas del XL aniversario del golpe, Soares declaró a La Voz de Galicia que se reunió en Londres con Manuel Fraga, entonces embajador de España (1973-1976) en el Reino Unido, para conocer los planes del régimen español.
Le pregunté: «¿Qué va a hacer Franco respecto a Portugal?». «Ya he hablado con Franco, soy muy amigo suyo», me respondió. «Y entonces, ¿qué cree que va a pasar?», insistí. «Franco es gallego y como gallego tiene un gran respeto por Portugal, luego él nunca hará nada contra Portugal». «¿Tiene certeza de eso? ¿No se irá a repetir lo de las incursiones españolas (durante la I República)?», le pregunté. «Tenga la certeza de que no, porque yo hablo con él y soy amigo de él», volvió a decirme. «¿Y qué es lo que él piensa de lo que está ocurriendo en Portugal?», añadí. «Como gallego, Franco piensa que Portugal es Portugal y debe de ser respetado y por tanto no debe preocuparse de eso», me aseguró.
Soares también conoció la petición de Ford y Kissinger a Franco para que actuase como portaaviones de un ataque de marines.
Más tarde supe, por documentos americanos desclasificados, que Gerald Ford y Kissinger fueron a hablar con Franco, cuando él ya estaba enfermo, para pedirle que dejara entrar a los ‘marines’ en Portugal para actuar contra los comunistas
Sorpresa: Franco, el coco de los demócratas europeos, respetó el peculiar proceso político portugués.
Franco les respondió: «Yo soy gallego y no acepto que Portugal no sea lo que quiera ser», eso es lo que está escrito en los documentos, y a su vez fue lo que me había transmitido Fraga. «Yo no autorizo que los ‘marines’ pasen para actuar contra Portugal», fue lo que dijo Franco. Fue fabuloso.
Por el contrario, el régimen izquierdista portugués se comportó con el español de una manera repugnante: en septiembre de 1975 permitió el asalto a la embajada española de Lisboa por las turbas en protesta por el fusilamiento de cinco terroristas y no envió representantes a los funerales de Franco.