Si con su debut en la dirección, La Bruja, el norteamericano Robert Eggers motivó la creación de la etiqueta "Elevated Horror" para englobar cierta corriente de terror indie, relativamente alejado de sustos y ciertos recursos del terror "comercial", con El Faro, su segundo trabajo, Eggers reincide y subraya esa mirada en ocasiones críptica y alternativa a temas clásicos del género. ¿Qué quiere decir esto a efectos prácticos? Para empezar, El Faro es una de esas películas con pinta de objeto de festival más que de película de género, por mucho que venga amparada por un gran estudio, y les aseguro que con toda seguridad repelerá al gran público que acuda a verla esperando lo que anuncia el tráiler. Pero esa es solo la primera de sus grandes paradojas.
Y digo bien, Robert Eggers subraya. El Faro es una película apoyada en gran parte en dos actores que aquí están excelentes, Willem Dafoe y Robert Pattinson, y también en una atmósfera húmeda, un tenebrismo naturalista producto de un trabajo fotográfico y de sonido sobresaliente. No es un plato de consumo rápido, como tampoco ese elitista trabajo fruto de una destilación intelectual ajena al género que, en cierto modo, pretende superar. En su espíritu, no estoy seguro si a su pesar, referencias míticas y mitificadas como El Resplandor y trabajos recientes como Madre!, de Aronofsky, a la cual se parece como un huevo a una gallina, además de la anterior película de Eggers, cuya estructura aquí Eggers perfecciona y replica.
Rodada en formato 1.19:1 (es decir, cuadrado) y en arisco blanco y negro, Eggers trata de replicar el aspecto de una película "antigua" con la historia de estos dos fareros encargados de cuidar una aislada isla americana de la costa del Atlántico, en pleno siglo XIX. Una excusa para seguir profundizando en leyendas del folclore de Nueva Inglaterra, como en La Bruja, pero sobre todo en la psique perturbada de ambos personajes, los únicos que veremos en toda la película, en un descenso a la locura con ecos de ese mito seminal de la cultura americana que fue Edgar Allan Poe.
El Faro es fundamentalmente una experiencia estética, y gracias a la contundencia de su dupla de actores, un trabajo más perfeccionado que su película de debut (y otras de su compañero de generación "elevada", Ari Aster). La humedad y el frío impregnan cada fotograma y se transmiten a un espectador a la espera siempre de algo más. Pero también es una película esquiva, engañosa, y no solo por su absoluta dependencia de la simbología que se desprende de sus objetos, diálogos y elaboradas imágenes expresionistas, de la psicología perturbada de sus dos protagonistas. Eggers inyecta, y quizá aquí me equivoque, una dosis de comedia negra quizá inaccesible para muchos admiradores de esa nueva e improvisada etiqueta intelectual que es el "Elevated Horror", destinada a quienes necesitan algún tipo de coartada para consumir cine de terror. Lo hace a través de la tremenda escatología de su propuesta (en los dos sentidos: lo sobrenatural y lo puramente fecal), de la textura casi ofensiva de sus imágenes, incluso de la tortura del duro trabajo físico de mantener la isla, concepto éste que ocupa la práctica mitad del largometraje y en el que Eggers se recrea con una seriedad digna de película de arte y ensayo sueca. Nada de esto oculta, como digo, un regodeo que recuerda a la tortura "slapstick" a la que Sam Raimi sometió a sus actores en la saga Evil Dead en relación a la progresiva chifladura del personaje de Robert Pattison. En cierto modo, El Faro parece la parodia de una película de arte y ensayo europea que podría haber filmado Adam McKay, y cierta dosis de autoconsciencia ("Eres una maldita parodia", le espeta el personaje de Pattinson a Dafoe en los compases finales del largometraje) permite entrar por la puerta de atrás a la insobornable seriedad de la película.
Este matiz autoconsciente es lo que convierte El Faro en una película superior a sus compañeras de género, a las que supera con mucho en peso específico. Es, definitivamente, una película sobre cuentos chinos y ella misma tiene bastante de cuento chino. Es deliberadamente ambigua en sus lecturas (podría tener varias: el faro como elemento fálico, como parábola social, como metáfora vital...) pero finalmente atrayente gracias a su meticulosa atmósfera y dos interpretaciones de categoría. Si resulta fascinante, y lo es, es gracias a Dafoe y Pattinson y un enorme trabajo técnico, capaz de absorber al espectador aun cuando la dinámica narrativa amenaza con patinar.