En 1978, el realizador Richard Donner y el actor Christopher Reeve consiguieron hacer creer al mundo que un hombre podía volar. Hablamos de, naturalmente, Superman, película que aún hoy representa el paradigma y la probable cumbre de todo superhéroe en el cine. En 2013, y tras un buen número de secuelas y reintentos fallidos, el productor Christopher Nolan (El Caballero Oscuro) y el director Zack Snyder (300) han optado por indagar en la naturaleza del mito, sustituyendo su aroma a fábula primaria y fantasía por psicología, drama y, también, espectaculares secuencias de destrucción masiva. La nueva película, por eso, rompe la linealidad de la historia respetada a pies juntillas en Superman mediante flashbacks y grandes elipsis que desembocan en un extenso desenlace de acción. El Hombre de Acero es más la deconstrucción de un Mesías reprimido en forma de relato de iniciación que una fluida película de aventuras, una cinta que, además de buscar la confrontación directa con el tono cómico de las aventuras Marvel como Iron Man 3 o Los Vengadores -y hasta la propia Superman-, está filmada con una seriedad (que no pesadumbre) casi total, como si se tratara de la cuenta atrás de un milagro a punto de revelarse ante los escépticos.
Pero en este sentido, y pese a que eso último lo comparte con la película de Donner (el abordar lo fantástico como si fuera real: busquen la primera frase pronunciada por Marlon Brando en aquella), ahí se acaban las similitudes entre ambos largometrajes. Es más, quizá para alejarse de lo realizado anteriormente, cualquier intento de aproximarse al corazón del público -lo que precisamente caracterizaba aquella película- es inmediatamente abortado por sus responsables en aras de la plasmación de una búsqueda interior, de una identidad rota y un carácter en proceso de aprendizaje.
Pese a su tono generalmente denso y atormentado, la película osa pedirnos que apartemos el escepticismo ante lo Trascendente. Y es que El Hombre de Acero, en su evidente esfuerzo por alejarse de la Edad de Oro del cómic, por la pureza del prototipo retratada con verismo de superproducción por Richard Donner, es una película difícil de asimilar. Un retrato de personaje metido en un blockbuster de doscientos millones, si lo prefieren. Por eso, opta por desglosar los principales acontecimientos de la mitología, punteados con enérgica armonía en esa primera versión, convirtiendo muchos de sus motivos principales en flashbacks obsesivos, transformando la emoción por la muerte de Jonathan Kent en frustración, la nostalgia por Smallville en desasosiego, la aventura en pánico colectivo. Y para colmo de puristas o nostálgicos, en su afán interiorista no duda en dejarse en el tintero parte de la escenografía: aquí no hay mano a mano con Lois Lane en el Daily Planet, que Nolan y Snyder dejan para la segunda entrega, ni siquiera con sus padres adoptivos en Smallville (aunque atención a la aportación de Kevin Costner). La película, en definitiva, parece hacer zig-zag para esquivar el romance y el humor que caracterizó a su predecesora en aras de una causa mayor.
¿Coherencia interna o exceso de pretensiones? Lo cierto es que este Superman es una cinta tan fascinante como contradictoria. Hace esfuerzos ímprobos por distanciarse de la ingenuidad del arquetipo pero a la vez busca -"piensa"- con obsesión sobre su esencia, y encima osa pedir que desterremos el sentimiento de pérdida constante que lo impregna en aras de una aprobación que, sin duda, le va a costar unos cuantos años obtener. La película, en definitiva, aborda la leyenda con valentía y pretensiones y sin violar absolutamente nada de la misma, pero lo hace desterrando cualquier rasgo de alegría pop, abundando en la psicología atormentada del Salvador, repartiendo referencias bíblicas por doquier (no falta la confesión en una iglesia) y epatando al espectador con escenas de destrucción urbana post 11-S dignas de la saga Transformers, sin duda la necesaria ración de espectáculo. El Hombre de Acero es (quiere ser) la película de aventuras más cerebral de la historia, y a fe que o consigue, aún sacrificando su contenido emocional y avasallando con ciertos topetazos narrativos típicos, por otra parte, de su productor. Probablemente el temperamento grave y a veces impostado de Nolan era más propio del oscuro hombre murciélago, pero Superman admite con ductilidad todo tipo de interpretaciones y con especial hincapié, las puramente filosóficas. La aproximación cristiana y mesiánica es una de ellas, y en este aspecto Snyder da varias bandejas de ello. El realizador aporta su habitual energía visual y determinación para subrayarla, algo que sin duda colaborará al mosqueo general de eruditos y puristas.
El Hombre de Acero es sin duda un blockbuster insólito, como insólita debe de resultarles esta crítica. En él hay que aplaudir unánimemente a Henry Cavill como el nuevo Superman, uno cuya dignidad y magnitud honra a Christopher Reeve en la medida de que, precisamente y por fin, se le deja en paz. Cavill no imita a Reeve. Hay más. El detalle tecnológico y visual con el que se describe Krypton, que remite directamente a Avatar; la grandeza de sus escenas de acción (el desenlace es el sueño húmedo del lector de cómic contemporáneo) y su riqueza general, visible incluso en los momentos más íntimos, resulta sublime. Es cierto que Snyder y Nolan podrían haber solucionado los evidentes problemas afectivos de la cinta con un poco más de corazón, pero la interpretación de Cavill frena en parte esa impresión. Veremos en esa segunda entrega ya anunciada, con la asunción de la falsa identidad de Clark Kent en el Daily Planet, quizá el revés necesario para mostrar las vulnerabilidades más inmediatas y cotidianas del héroe, para completar su recorrido, verle respirar. Digan lo que digan, sus autores tampoco han inventado nada, las reinvenciones del mito han sido constantes a lo largo de su historia. Como dice el propio Kar-El al final del filme, Superman vuelve, pero también lo hace imponiendo sus propias condiciones. O citando a su padre adoptivo Jonathan Kent (repito: excelente Kevin Costner), quizá tengamos que esperar al momento adecuado para comprenderlo. Da igual. De todas formas, el mundo le necesita.