En su último libro, 'Pompa y circunstancia. Diccionario sentimental de la cultura inglesa', enciclopédico, el periodista y escritor Ignacio Peyró con su "anglofilia serena y ponderada" recorre de forma erudita y amena "lo inglés", esa "civilización consagrada al cultivo de la vida interior, hecha de un sentido de la privacidad, un amor por la libertad disciplinada, y el reconocimiento de que la verdad es más importante que la justicia". Sin olvidar, claro, el humor inglés, sarcastico, brillante y pragmático.
A continuación reproducimos la entrada del libro dedicado a unos de los cinco personajes más relevantes de la política y de la cultura inglesa. Con todos ustedes Sir Wiston Leonard Spencer Churchill.
Fue quizá el político más querido del siglo XX, el líder más inspirador de su época, el orador más poderoso de su tiempo y el rostro más elocuente de la libertad. Es una ironía pensar que, en nuestros días, Winston Churchill no hubiera llegado ni siquiera a vicealcalde: siempre perseguido por el "perro negro" de la melancolía, con una querencia sobresaliente por el alcohol y una media de nueve o diez puros diarios, lo hubiera tenido muy mal en un tiempo en que a los políticos lo que se les exige es montar en bicicleta. En realidad, Churchill fue tan de todo en esta vida que hasta en su juventud se le había alabado como espadachín y jinete.
Conocedor del poder y de la gloria, "del triunfo y la tragedia", como iba a escribir en sus memorias, Churchill vivió lo suficiente para participar en la última carga de la Caballería británica y felicitar a Kennedy por la carrera espacial. Nació cuando el Imperio aún no había conocido su mediodía, y al término de su vida pudo ver su ocaso. De un extremo a otro, tuvo tiempo entre medias para vencer en la Segunda Guerra Mundial, ocupar mil y un puestos de relevancia política, escribir una magna historia de su país en seis volúmenes, ganar el premio Nobel y dar nombre a una vitola de puros. Lord Owen acierta cuando escribe que a Churchill, simplemente, no se le puede juzgar con los estándares que empleamos para las personas normales. Ni siquiera sus enemigos –Hitler, pensemos- fueron normales.
El mando le vino natural, de familia. Había nacido -1874- en Blenheim, en una de las mejores casas del país, aunque en el baño de señoras. Tuvo por padre a un preboste del partido conservador y por madre a una americana casquivana, de riqueza interminable, starlette del París del Segundo Imperio. Por sus venas corría la sangre del rey de Wall Street y también del duque de Marlborough –el ‘Mambrú’ que se fue a la guerra-, de sir Walter Raleigh y de Drake. Río arriba de su estirpe, la boda St. John-Villiers, en tiempos de Jacobo I, había fundado una saga presente –casi sin excepción- en todos los Gobiernos de Inglaterra.
En Harrow, vivero de la raza, no fue el alumno más aplicado ni el más popular: todo lo que amó la actividad física, se peleó con el latín, a pesar de lo cual nunca dejó de amar Harrow como se ama a una madre. En plena guerra, aún cantaba en la ducha las canciones del colegio. Su escaso fervor intelectual de juventud decantó su destino no hacia las aulas de Oxford sino hacia la Academia militar de Sandhurst, como una llamada de la genealogía. Quería vencer su timidez y, como le escribió a su madre, "hacer algo en el mundo". Lo mismo había dicho, mucho antes, un tal Benjamin Disraeli.
Violento, inquieto, el joven Churchill, en la bizarría de su uniforme de húsares, era un muchacho lampiño y de formas apolíneas con inquietudes de grandeza. No tardó en ir por ellas: se fue a Cuba para luchar del lado español, no sin admirar la valentía de las tropas leales a la metrópoli. De Cuba le quedaron el gusto por los habanos y unas dotes de excepción para la guerra: en su lustro como soldado, iba a participar en cinco campañas en tres continentes, de la India a Sudán pasando por Egipto. Fungió también de corresponsal. Prisionero con los Bóers, las calles de Pretoria se llenaron de carteles con un precio por su vida. Logró escapar y, para entonces, su heroica huida y sus crónicas bien pagadas le habían convertido en una figura popular en su país.
A lomos de esta celebridad dio el salto natural a la política, y apenas comenzaba el siglo XX cuando ya era uno más en la Cámara de los Comunes. Sólo poco antes, aquel muchacho que había sido juzgado lento de entendimiento se dio cuenta de sus lagunas: "telegrafié a mi madre para que me enviara libros". Con tal pragmatismo se fraguó una vocación intelectual y, según Bernard Shaw, la prosa de quien iba a ser el más grande de los estilistas de la Inglaterra de su tiempo, un historiador en la falsilla de Gibbon.
Su carrera pública fue una fulguración, en parte porque –pese a arrastrar las eses- fue una de las voces de más brillo de la Cámara. Los suyos eran discursos aprendidos de memoria: pasó media vida, se ha dicho, en la preparación de alocuciones aparentemente espontáneas. Ocupó, siempre antes de lo habitual, puestos ministeriales capaces de culminar un cursus honorum, de Defensa a Municiones, del Almirantazgo al Ministerio del Aire, de las Colonias al Exchequer, sin olvidar el Ministerio del Interior. De su tiempo en el Almirantazgo, la humanidad le debe el uso extensivo del petróleo como combustible –entonces un gesto de modernidad radical- y el empleo del tanque; también, en buena parte, el horror de los Dardanelos. Todavía en la Primera Guerra Mundial, dejó el Almirantazgo, puesto de prosapia nobilísima, para ser coronel a pie de campo. Antes había exigido el rearme frente al enemigo alemán: lo mismo haría en la previa de la siguiente guerra.
Su itinerario político conoció el éxito y el fracaso, pero nunca conoció la disciplina. Es irónico que su rigodón entre liberales y conservadores, con la perspectiva del tiempo, más bien parezca una alabanza a la conciliación de posiciones liberal-conservadoras. John Lukacs, que tanto ha trabajado la figura de Churchill, analiza su trayectoria antes de la Segunda Guerra Mundial: por contraste con su desempeño bélico, su historia previa había estado recorrida de no pocos errores. Siempre se le criticó su postura contra la abdicación de Eduardo VIII, del mismo modo que se le ha censurado su determinación a conservar la India. Con todo, el gran error –cubierto en sangre- fue Gallípolli, tanto más grave en la medida en que tuvo no poco de empecinamiento personal. Cayeron allí un cuarto de millón de soldados y, en consecuencia, él mismo cayó del Almirantazgo. Se inauguraba así una de las épocas en que iba a sufrir postración y silencio políticos, aunque sin merma de su lucidez: según su mujer, el peso de las muertes y la derrota por poco lo matan de pena.
Los años treinta iban a ser otra época de postración y silencio, profeta en el desierto frente al peligro alemán, apestado, apartado, con pocas complicidades. Churchill fue la primera alarma del peligro que suponía Hitler, cuando hasta el duque de Windsor –el fugaz Eduardo VIII- admiraba abiertamente al dictador alemán, cierta clase alta inglesa mostraba no pocas simpatías y Neville Chamberlain recibía el aplauso de las masas como hombre de paz por unos intentos de apaciguamiento colindantes con la súplica llorosa.
Puertas adentro del carácter churchilliano, el historiador Burleigh comenta que tal vez se necesitara tener algo diabólico dentro para reconocer tan prontamente al diabólico régimen nacional-socialista de fuera. Y el psiquiatra Store escribe que "en 1940, cuando todas las apuestas estaban en contra de Gran Bretaña, un líder de juicio sobrio bien podría haber concluido que no había esperanza alguna". Churchill, sin embargo, había luchado y vencido a sus propios demonios: ¿cómo no iba a vencer a Adolfo Hitler? ¿Qué tenía que temer el hombre que ya en 1910 había confesado a su médico, Lord Moran, que la luz "se le había ido", que dentro de él se había instalado "la más negra depresión", que su mente no pensaba más pensamientos que los de "la desesperación"? Sólo un líder, contesta Store, "que hubiera conocido la desesperación y le hubiera hecho frente podía mostrarse seguro de sí mismo" ante la amenaza nazi. Sí, sólo un político que había vencido su propia desesperación podía hacer creer a otros que la desesperación podía vencerse. En mayo de 1940, Churchill iba a conocer su finest hour: impuso al gabinete su tesis de combatir a Hitler frente a vagorosidades pactistas y la historia se decantó de su lado.
Poco antes, tras zaherir con sus abandonos a conservadores y liberales, los laboristas habían sido los únicos en mostrar alegría en los Comunes al ascender a primer ministro. En su discurso de investidura, Churchill no pudo ofrecer al pueblo inglés más que "sangre, esfuerzo, lágrimas y sudor". Como siempre en su carrera política, la aparición en escena de Churchill fue una providencia de la mejor oportunidad: sus discursos, que todavía hoy resuenan con la fuerza de la razón moral, sirvieron para galvanizar a un país que también iba a conocer "su mejor hora" ante las incursiones nocturnas del Blitz. "Defenderemos nuestra isla cueste lo que cueste. Lucharemos en las playas, lucharemos en las pistas de aterrizaje, lucharemos en los campos y en las calles, lucharemos en las colinas. No nos rendiremos jamás". En la traducción se pierde el ritmo bíblico, el corte profético, el periodo augusto de sus frases. Incluso desde la derecha, Churchill ha tenido sus críticos –masonazo, temerario, americanoide, entreguista al comunismo-, pero al luchar contra el totalitarismo nazi, sabía que luchaba contra la ebriedad de un caos que quería volar los encofrados de la civilización.
Para Lukacs, Churchill fue "el antagonista de Hitler", la encarnación de la resistencia de un mundo antiguo, unas libertades antiguas y unas leyes antiguas contra un hombre que materializaba una fuerza terriblemente eficiente, brutal y novedosa. La lucha era –según Lukacs- entre un Hitler revolucionario y un Churchill reaccionario. El inglés sabía que había un final en juego: no sólo el del papel de su nación entre las potencias mundiales, sino quizá también el de una época en el mundo que había comenzado siglos antes de nacer él. Por eso ejerció de "defensor de la civilización" en un momento agónico: Churchill sabía que Hitler podía ganar la guerra, como sabía que Gran Bretaña podía resistirle, pero no vencerle sola. Y también tenía la lucidez de anticipar un escenario de tragedia para la vieja y querida Europa: o el continente entero bajo los nazis, o medio continente bajo los soviéticos. Hay algo de melancolía de la historia en el recuerdo de que, para 1945, Churchill había dado órdenes de elaborar un plan de ataque contra Stalin. El país ya estaba exánime, pero de cualquier modo ahí se siguió esa vieja tradición de no hacerle caso.
Según el historiador Michael Burleigh, el mérito churchilliano en la guerra se resume en haber desempeñado en su principio un liderazgo moral visible para todo su pueblo y, después, en haber garantizado la participación en el esfuerzo bélico del aliado americano. Nada de esto fue fácil, como detalla Roy Jenkins en su minuciosa biografía del prohombre. Es posible que incluso ciertos rasgos conflictivos de su carácter –valor temerario, optimismo inquebrantable, afán de protagonismo- se aliaran para robustecer su liderazgo. Jenkins nos relata cómo, bajo la tempestad de acero de los bombardeos, no dejaba de subirse a los tejados para poder observarlos mejor; cómo, con esa especie de mono llamado el siren suit cosido por los alfayates de Turnbull and Asser, podía dormir sin necesidad de cambiarse si había que esconderse en el refugio; cómo, a lo largo de la guerra, un hombre de salud siempre precaria, no dejó de viajar y viajar: por toda Inglaterra, desde luego, y también a Washington, Casablanca, El Cairo o Québec. Los testimonios de la época recuerdan un ritmo de trabajo por completo excéntrico: largas cenas, veladas prolongadas hasta la madrugada que exasperaban a su Estado Mayor mientras el líder de la nación se dejaba llevar por su locuacidad alcohólica. El sobrio Atlee, en cambio, dejaba todo resuelto en tres horas. Aun así, fue Churchill quien finalmente alzó la mano con la uve de victoria: no fue uno de los menores gestos que se pudo hacer para propiciar el culto a Inglaterra como casa de la libertad. Eso tuvo resonancia continental al término de las batallas.
Churchill –que erró en varios discursos, demasiado partidistas, tras la guerra, según señala Jenkins- nunca comprendió cómo el electorado británico le dio la espalda. Su interminable despedida churchilliana, de la magnitud de un ocaso, conoció otro estrambote –desde 1951- como primer ministro, para luego dedicarse a sus libros, a su acuarelismo, a esos viajes en el yate de Onassis por todos los puertos del Mediterráneo, ya fatigado y casi desahuciado, sin dejar nunca lejos de su mano ese whisky ligero como un enjuague, con la última tristeza de ver cómo el Imperio británico se resolvía en sombra. Como sea, habrá que recordar al Augusto Assía que escribe en pleno Blitz para decir que, incluso sin guerra, Churchill "habría pasado a las páginas de la Historia como una de las más poderosas, deslumbrantes y versátiles figuras del ruedo británico", con el nervio de los grandes tipos isabelinos.
Con todo, quizá lo más sorprendente de Winston Churchill no fuera el derrotar a Hitler y sobrevivir a tanto puyazo parlamentario, sino extender su vida hasta los noventa años. Además de fumador prodigioso, fue un bebedor capaz de asustar al doctor Moran. Ya de joven, para cubrir la guerra de los Bóers, se había llevado un ligero picnic consigo: cuarenta botellas de vino, dieciocho de whisky, doce de la legendaria lima Rose’s. Siempre fue –como se dijo- un hombre de gustos muy sencillos: tan sólo se conformaba con lo mejor. Es la estilística de Churchill, honrada hasta en el nombre de su pajarita de lunares –con Churchill spot-, inseparable de su perfil para la historia. Resultó memorable su respuesta al político puritano que le describía el alcohol como una patada de antílope y el mordisco de una víbora: «Señor, toda mi vida he estado buscando una bebida como esa». Hoy, la venerable casa Pol Roger, de cuya heredera fue amigo, le honra con su mejor cuvée: la Winston Churchill, y mantiene un sombreado en luto en todas sus etiquetas.
En todo caso, como dejó dicho su mujer Clementine, Churchill nunca supo nada de la vida de la gente común, y el historiador A. J. P. Taylor se pasma del liderazgo victorioso de un "viejo que llevaba ropa rara y bebía vino para desayunar". En Cena con Churchill, Cita Steltzer analiza la dieta de un hombre cuyos hábitos hoy le hubieran ganado una reconvención de la OMS. "Champagne frío, guisantes nuevos y cognac viejo": eso era, para Churchill, todo lo necesario. En whisky, Johnnie Walker etiqueta negra y, en brandies, un clásico anglo-francés: el Hine, muy añejo. Amaba el Stilton o, en su defecto, el Roquefort, los huevos, el roast-beef. También la caza, en platos muy barrocos, y el lenguado de Dover –otro clásico inglés-, y no comía fruta ni aunque fuera británica. Gustaba poco de salsas y su horario de comidas era el que le marcaba su estomágo.
Por supuesto, jamás llegó a freír ni un huevo, pero en su estancia en la Casa Blanca exigió jerez antes de desayunar, una jarra de scotch y otra de agua para tirar hasta el mediodía –lo bebía muy flojo- y "brandy de noventa años", ahí es nada, como supletorio. También gustaba de tomar un dry martini –Roosevelt los preparaba letales- antes de comer, y ya en la comida le daba al champagne o al claret, a veces aguado con soda. "Mi norma de vida", dejó dicho, "prescribe como un rito del todo sagrado fumar puros y beber alcohol antes, después y, si es necesario, durante todas las comidas y en los intervalos entre ellas". Dicho esto, si fumaba menos de diez puros al día, era en la creencia de que no terminaban de sentarle bien. Con copas, decantadores y un habano humeante, podía representar la batalla de Jutlandia en una sobremesa. En realidad, alguna sabiduría sacó Churchill de su gastrolatría: por ejemplo, que los verdaderos gobernantes del mundo son los estómagos de la gente. Quizá por eso dejó dicho que, de haber podido cenar una vez a la semana con Stalin, este nunca hubiera dado el menor problema. Churchill, Stalin: el tercero en liza, Hitler, era abstemio, vegetariano y no fumaba.