Sir Winston Churchill es un personaje enorme. Es enorme su obra política, como lo es su obra literaria. Es enorme su genio. Hay libros enteros dedicados a recoger sus citas. Son tantas que el lector duda de su autenticidad, pues, si el político británico hubiera dicho todo lo que se le atribuye, prácticamente habría tenido que dedicar su vida en exclusiva a inventar frases ingeniosas. Su pasión por la vida le llevó a fumar y beber sin medida, a pesar de lo cual su cuerpo fue capaz de mantenerse vivo durante más de noventa años. Dio su apellido a los enormes puros que fumaba a un ritmo de diez al día y que aún hoy sigue fabricando Romeo y Julieta. Tuvo una juventud de novela como mal estudiante, militar destacado en las colonias, corresponsal de guerra en África, hecho prisionero por los bóeres, huido de ellos en una fuga de película y dedicado luego a la política y el publicismo con pasión y entrega. Nos cuenta Roy Jenkins, su más notable biógrafo, que el Churchill que se abría paso en la sociedad británica de principios del siglo XX era alguien que, ante los problemas económicos y la escasez de recursos, siempre se proponía incrementar los ingresos, nunca disminuir los gastos. Es fácil entender que una persona tan temeraria cometiera un grave error al frente de la joya de la Corona británica, su Armada, cuando fue primer Lord del Almirantazgo durante la Primera Guerra Mundial. El entusiasmo de Churchill le hizo concebir un atrevido plan de desembarco en la península de Gallipoli con el fin de dar un rodeo y, antes de que los alemanes pudieran romper el frente en Francia, a pocos kilómetros de París y del Canal de la Mancha, abrir uno nuevo desde Turquía hacia los Balcanes, lo que obligaría a los alemanes a aflojar la presión en el oeste. La operación fue un estrepitoso fracaso, pero eso no arredró al animoso Churchill, que supo superar el revés y seguir siendo una figura política importante en su país.
Es muy notable, sin embargo, que a un hombre así, de inteligencia tan poco sosegada e inclinado a cometer toda clase de excesos y estar constantemente expuesto al público, lo estuviera reservando el destino para, con sesenta y cinco años cumplidos, una edad en la que muchos están acabados, la más importante misión que un hombre tenga que cumplir. El 10 de mayo de 1940 Churchill fue llamado a salvar a su país en una guerra a vida o muerte que resultó ser la más terrible que jamás hayan vivido los hombres. Las circunstancias en las que fue nombrado primer ministro eran para abrumar a cualquiera. Hitler acababa de invadir Francia y había que detenerle. Ni el Ejército francés ni la Fuerza Expedicionaria Británica fueron capaces de hacerlo y, a finales de mes, transcurridas unas semanas desde su nombramiento, Churchill celebró con sus compatriotas lo que no dejaba de ser una humillante derrota, el retorno del Ejército británico a las Islas desde Dunkerque. Tras la sorprendentemente rápida derrota de Francia, Gran Bretaña se quedó sola, teniendo que combatir una guerra contra el Ejército más temido del mundo, dirigida por un borracho que no paraba de fumar y hacía sin base alguna el signo de la victoria con los dedos. Nadie que viera aquello con un mínimo de distanciamiento hubiera dado un penique por el futuro de aquella nación. Y, sin embargo, Churchill supo regalarle la victoria.
Lo logró venciendo en la decisiva Batalla de Inglaterra, cuando los pilotos británicos tuvieron their finest hour. Lo logró igualmente convirtiéndose en aliado de Stalin cuando Hitler invadió Rusia y dijo aquello de que, si Hitler decidía invadir el infierno, él tendría en los Comunes unas palabras en defensa del diablo. Y lo consiguió igualmente manteniendo a los norteamericanos de su lado, primero como benévolos neutrales y luego como comprometidos aliados. Finalmente, supo ver mucho antes que Roosevelt el peligro que el comunismo significaba para Europa e hizo cuanto pudo para evitar que Stalin se apoderara de más y más países, aunque fracasó con Polonia, la nación por cuya defensa había entrado Gran Bretaña en guerra, a la que no pudo evitar, además de los terribles sufrimientos padecidos durante la guerra, cuarenta y cinco años de comunismo. Y eso a pesar de los muchos polacos que fallecieron en los campos de batalla mientras liberaban Europa vestidos con uniformes británicos. De hecho, a Churchill pertenece la expresión "telón de acero", pronunciada en el famoso discurso de Fulton, en 1946.
Pero para lograr esa hazaña a partir de mayo de 1940 era necesario haberse colocado antes en disposición de ser nombrado primer ministro, no para apaciguar a Hitler sino para enfrentarse a él. Para eso no valía ninguno de los integrantes de la pléyade de políticos que se arremolinaron a felicitar a Chamberlain cuando retornó de Múnich a finales de septiembre de 1938. Para poder ser un creíble primer ministro británico en mayo de 1940 había que haber criticado el apaciguamiento cuando nadie lo hizo. Por eso, el momento crucial de la vida de Churchill no fue mayo de 1940, cuando lo nombraron primer ministro. El día clave para él, his finest hour, fue el 5 de octubre de 1938, cuando su voz, abriéndose paso entre los abucheos de la Cámara, advirtió del fracaso que en realidad era el acuerdo que Chamberlain acababa de firmar. No se conformó, sino que denunció el régimen agresivo y brutal que representaba el nazismo y se negó a que su nación pudiera ser ni medio amiga de él. No es poca cosa si se tiene en cuenta que todo el país celebraba el éxito de Chamberlain por haber evitado una guerra que se sabía sería terrible. Tampoco lo es si se tiene en cuenta que Churchill había simpatizado con el fascismo en los años veinte. De esos días de octubre de 1938 es precisamente la que creo es su mejor frase cuando le espetó a Chamberlain: You were given the choice between war and dishonor. You chose dishonor and you will have war, esto es, "se te ofreció poder elegir entre la deshonra y la guerra y elegiste la deshonra y también tendrás la guerra".
Y eso es exactamente lo que tuvo Chamberlain, deshonra y guerra, cuando, el 1º de septiembre de 1939, Hitler incumplió la promesa que le había hecho en Múnich e invadió Polonia. Si en 1938 no hubiera estado Churchill para recriminárselo, a pesar de tener a toda la opinión pública en contra, no sólo Chamberlain hubiera tenido que cargar con la deshonra, sino todo el país. En cambio, teniendo a Churchill, la nación pudo recurrir a él, que había sido partidario de oponerse a Hitler desde el principio, y salvar su honor. Es posible que Churchill no lograra salvar más. A fin de cuentas no prometió más que sangre, esfuerzo, lágrimas y sudor, y es cierto que, a pesar de haber ganado la Segunda Guerra Mundial, Gran Bretaña perdió a los pocos años todo su imperio y hoy no pasa de ser una potencia media que basa casi toda su fuerza en ser amiga de los Estados Unidos. Pero quizá ese imperio estaba a la larga en todo caso perdido y lo que a Churchill se le encargó salvar no fue tanto el imperio como el honor, no fueron tanto las posesiones como el orgullo de ser británico, no fue tanto el poder como la autoestima. Y lo logró porque, denunciando el apaciguamiento de Múnich, dijo en voz alta y arrostrando todas las censuras que su discurso tuvo que soportar lo que su conciencia le dictó que había que decir. Cuánto daría yo por que alguno de nuestros dirigentes, aunque no poseyera el ingenio de Churchill, tuviera la mitad de su sentido del deber.