Los regímenes no entran en crisis de un día para otro. Son procesos largos, afectados por varios factores estructurales. En las democracias, que es lo nos interesa, esas variables suelen corresponder tanto a la eficacia de los mecanismos de resolución de conflictos como al grado de confianza que generan las instituciones representativas con poder político y social, especialmente la Jefatura del Estado y los partidos que ocupan la Administración.
Estamos en una de esas crisis. Los partidos que se han turnado en el poder están en evidente decadencia. Perdida la confianza social, carcomidos por la corrupción, sin líderes de verdad, subvencionados y carentes de militancia, son incapaces de generar esperanza o ilusión. Han convertido la política en marketing, y elegir entre PSOE o PP es como diferenciar Cola-Cola de Pepsi: si te vendan los ojos, no eres capaz de distinguirlos.
A esto sumamos la aburrida tensión territorial, que cansa a gran parte de la población, mientras a otra, movida irracionalmente por sentimientos, le da un motivo para vivir. La crisis económica, además, ha exacerbado el escapismo nacionalista, tanto como el odio social –eso es Podemos, no otra cosa–. Y, para colmo, el comportamiento del Trono y su entorno ha sido de todo menos edificante.
No es la primera vez que ocurre en España. Ya pasó en la crisis de la Restauración, tras el desastre del 98. Fernando Suárez González, catedrático de Derecho del Trabajo, ministro de Trabajo en el último Gobierno de Franco y en el primero de Don Juan Carlos, y ponente de la Ley para la Reforma Política, ha tomado la figura de Melquíades Álvarez y del Partido Reformista para examinar las posibilidades de una tercera vía en la crisis de la Monarquía y el laberinto de la Segunda República. El resultado es inquietante.
El republicanismo cambió con la crisis del 98. Murió la vieja concepción y nació otra nueva producto de la influencia del radicalismo francés y el liberalismo social inglés. Los republicanos críticos con el populismo de Lerroux fundaron el Partido Reformista en 1912. Trataron de construir una opción política regeneradora del país a través de la democracia, la libertad religiosa en un Estado laico, una reforma educativa profunda y liberal para una regeneración nacional, políticas públicas sociales y la descentralización administrativa, todo dentro de la accidentalidad de las formas de gobierno.
Era una opción gubernamental, no antisistema ni que alimentara el odio social, sino empeñada en presentar una tercera vía reformista, alejada de la revolución tanto como de la reacción. El proyecto atrajo a grandes intelectuales del momento, como Galdós, Ortega, Salinas, Labra, Azaña o Posada. El primer líder fue Gumersindo de Azcárate, de larga trayectoria en el republicanismo krausista. Tras su muerte, en 1917, la formación pasó a ser dirigida por Melquíades Álvarez. No tuvieron éxito.
El gran error del Partido Reformista fue que fiaron el triunfo de su política a la decisión del Rey, no a la construcción de una organización territorial que asentara las costumbres públicas democráticas y la esperanza de una tercera vía en las clases populares. Fernando Suárez clasifica con acierto los obstáculos del reformismo antes de 1923: la deriva autoritaria de Alfonso XIII, la resistencia activa de la Iglesia, la división de los liberales, la actitud del Ejército y el ansia revolucionaria de socialistas y anarquistas. A esto suma el autor otros dos factores que atribuye a Melquíades Álvarez: la incorporación al sistema en 1922 sin que el Gobierno de García Prieto aceptara la reforma constitucional, que era su reivindicación principal, y la participación en el encasillamiento electoral, que lo equiparó a los partidos dinásticos.
La Segunda República arrinconó a Melquíades Álvarez, que denunció que el régimen se estaba construyendo contra una parte de España. La izquierda, decía Álvarez, había monopolizado la República y no aceptaba la existencia de la derecha ni de monárquicos. El reformismo no era posible en la España de la Segunda República: sus grandes hombres abandonaron el partido, sus sedes y mítines fueron atacados –sobre todo por los socialistas–, y la polarización les barrió en las urnas. La deriva revolucionaria del PSOE hizo que Melquíades Álvarez y lo que quedaba de su partido colaboraran con los radicales de Lerroux y la CEDA desde 1933. El objetivo era rectificar el régimen. Esto aumentó la inquina de Azaña, muy bien recogida por Fernando Suárez, y el desprecio de Alcalá Zamora.
El asesinato de Melquíades Álvarez en la Cárcel Modelo de Madrid, iniciada ya la guerra, fue la consumación del drama de una entonces imposible tercera vía. El libro concluye con cierta dosis de pesimismo, como si fuera imposible una tercera vía, una especie de centrismo, en un país dado a los polos, a los extremos radicales, y que aún carece de la cultura política democrática suficiente como para rechazar opciones populistas basadas en el odio social.
Fernando Suárez González, Melquíades Álvarez. El drama del reformismo español, Marcial Pons Historia-Fundación Alfonso Marín Escudero, Madrid, 2014, 195 págs.