Empecé a leer la última novela de Lorenzo Silva Los cuerpos extraños porque no le habían hecho publicidad. Desconfío de los novelistas españoles que merodean el género negro o policial sólo porque es lo que dicen que vende (luego, unos venden y otros no) y desconfío aún más de los novelistas archipremiados, porque, al dictado de las editoriales, suelen facturar más que crear. Y Lorenzo Silva va camino de ser el más premiado después de Muñoz Molina, con lo que mi desconfianza se acentúa. Añadan que su primer título es La flaqueza del bolchevique y mis manías lectoras quedan explicadas. Los devoradores del género negro somos maniáticos y supersticiosos como futbolistas y nos acercamos o rehuimos a un autor por presentimientos casi detectivescos. En mi caso, ya digo, los premios. Pero pasado el primer fulgor y el primer Planeta, si el escritor sigue trabajando, un día publica un libro de los que dicen que se venden solos y ahí lo espero.
Me ha sorprendido gratamente Los cuerpos extraños por varias razones: la principal, que tiene unos diálogos ágiles, realistas, aunque, como en las descripciones, se engolfe en un puntillismo manierista excesivo, pero no inútil, porque le da hondura al detective, un número venido a más pero no a mucho más, que contempla el paso de los años con desesperación y que recuerda, en verboso, al "Piojo" Areta, héroe triste de El crack de Garci. Pero lo más notable, donde Silva acredita su oficio, es lo más difícil en la novela negra y policial: la creación de un ambiente, de un clima que te arrastra más allá de las vicisitudes del caso. En este caso, es la España de ahora mismo, el Levante de ahora mismo, la corrupción política de ahora mismo y la Guardia Civil de ahora mismo. Y lo mejor es la Guardia Civil.
Luce Silva un corte de pelo y un aire rural que lo emparenta estéticamente con lo policial, pero más de la rama picoleta que de la de los maderos. Y esa querencia, o más bien filiación, la ha acreditado Silva en su ensayo histórico sobre la Benemérita Sereno en el peligro. Y hay un momento en el soliloquio del brigada Belvilacqua –o simplemente Vila- en que habla del tono despectivo de un político asombrado de que el guardia sepa inglés. Y dice que lo de no saber inglés en la España actual es privilegio de los Presidentes del Gobierno o los políticos importantes. Pero que un guardia civil, para ir a Bosnia o a donde le manden tiene que saber inglés. Y tener carrera –no fingirla, como tantos políticos-; vamos, que, hoy, Amy Martin no entraría en la Benemérita. En realidad, podría decirse que en esta última novela, la voz es la del detective pero el protagonista, con su autoritarismo y su sutileza, su dureza y su formalidad, es la Guardia Civil.
Como la pareja de Bevilacqua –algunos chistes con su apellido son dignos del Catarella de Camilleri- y Chamorro padecen una tensión sexual y amorosa intensamente desolada y desoladamente intensa, muy de novela negra, me he acercado al primero de los libros de Lorenzo Silva con ellos como protagonistas, El lejano país de los estanques, que es de 1998. Y de pronto he recordado por qué no llegué a leerla: lo dejé en la primera página. Es un estilo típico de la época, estrepitoso, a lo Torrente, lleno de alusiones sexuales demasiado explícitas y que al lector de hoy puede llevarlo, como a mí ayer, a no pasar de los primeros párrafos. Y es una lástima, porque la estructura de esa primera novela de la serie es muy sólida y hay un humor soterrado, sutil, que no debería quedar oscurecido por el aparatoso y demasiado obvio.
A los que disfrutan con las historias de amor, a veces imposibles y siempre dificultosas, del detective y la detectiva, les encantará ver el nacimiento, como una venus manchega, de la joven Chamorro, púdica pero no mojigata, precavida pero aventurada, un encanto parroquial irresistible, pero al que se resiste el héroe rumiador. Esa relación se hace más densa en la segunda novela de la serie, El alquimista impaciente, pero tropieza siempre con un obstáculo interior para desarrollarse, una apuesta que, pese a sobrevolar su relación, ninguno de los dos se atreve a hacer. Y quince años después, con Chamorro lindando los cuarenta, vemos a estos dos cuerpos extraños, tan íntimos, mirándose en el espejo de un pasado sin cuna ni sepultura. Lo que se dice una pena.
Pero la buena novela negra o policial es un espejo de un momento determinado de la sociedad, y en ese sentido resulta esclarecedor y casi aterrador ver la diferencia entre aquella España de los primeros años de Aznar y la de este Rajoy que, en el fondo, continúa la penosísima era zapaterista. Aquella era una sociedad alocada pero vital, fuerte, con unas esperanzas no siempre fundadas, pero reales. La de hoy es una España que ya no cree en sí misma, que ha terminado por descreer de todo lo público pero que se encuentra demasiado sola en lo privado. Y quién mejor que un detective, un guardia civil de vuelta de casi todo, el inventado por Lorenzo Silva, para contárnoslo.