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Emilio Campmany

La neutralidad de España en 1914

Visto con perspectiva el debate, resulta curioso que la sociedad española se dividiera por razones exclusivamente ideológicas.

Cuando Europa se deslizaba hacia la catástrofe, durante julio de 1914, España era irrelevante para los futuros contendientes. Baste para demostrarlo dos ejemplos. En la colección de 677 documentos británicos relativos a la crisis de julio, tan sólo aparece uno relacionado con España en un asunto menor. Y en un memorándum del 2 de agosto sobre la actitud que debería mantener Alemania frente a diferentes países, entre los que estaban Suiza, Suecia, Dinamarca, Japón o Persia, España no aparece.

Mientras, nuestra nación estaba hundida en una profunda crisis. El "Maura no" en respuesta a la represión de la Semana Trágica (1909) y el posterior fusilamiento de Francisco Ferrer provocaron la marcha de don Antonio y la escisión del Partido Conservador. Los que se quedaron fueron llamados despectivamente por el propio Maura conservadores "idóneos". El Partido Liberal, aún entero, se arrojó tras el asesinato de Canalejas (1912) en brazos del Conde de Romanones, un político de vuelo bajo. La jefatura del Gobierno estaba ocupada desde 1913 por el idóneo Eduardo Dato, quizá excesivamente inclinado a permitir que Alfonso XIII interviniera en la gobernación del país más de lo constitucionalmente tolerable. Los regionalistas catalanes habían arrancado a Canalejas la promesa de la Ley de Mancomunidades y Delegaciones. Ésta permitiría a los ayuntamientos unirse en mancomunidades que disfrutarían de algunas competencias delegadas del Estado. Naturalmente, aunque formalmente pensada para todos los ayuntamientos de España, el proyecto no tenía otra finalidad que ofrecer al nacionalismo catalán una solución a sus ansias de autonomía. Canalejas murió asesinado antes de poder cumplir la promesa, pero el proyecto se hizo realidad gracias a Dato a finales de 1913. Así que cuando en Sarajevo fue asesinado el archiduque Francisco Fernando, el régimen de turnos acordado en el Pacto del Pardo (1885) agonizaba.

En sus relaciones internacionales, el único compromiso formal que tenía España era con las potencias de la Entente, Francia y Gran Bretaña. Los acuerdos de Cartagena (1907) no preveían más que la obligación de las tras naciones de comunicarse mutuamente en el caso de que se produjeran circunstancias tendentes a alterar el statu quo en el Mediterráneo o en las costas africanas y europeas del Atlántico. El pacto, pues, desprendía el mismo aroma de laxitud que los de la Entente. Conforme la crisis degeneró, cupo esperar que Gran Bretaña y Francia comunicarían con España conforme a lo acordado. Sin embargo, antes de dar ocasión a que tal cosa ocurriera, en fecha tan temprana como el 30 de julio, la Gaceta publicó el real decreto de declaración de neutralidad española en términos tajantes. La fecha es sorprendente porque la declaración de guerra de Austria-Hungría a Serbia se hizo el 28 de julio a las 6 de la tarde. Luego al Gobierno le bastaron 24 horas para estar tan seguro de que lo mejor era ser neutral como para decretarlo a la mañana siguiente. Para valorar lo extremo de la celeridad empleada, compárese con la declaración de neutralidad italiana, que se produjo el 1 de agosto, y con la decisión de Gran Bretaña de intervenir, que no fue hasta el día 3. Fuera como fuese, ni Londres ni París reclamaron a Madrid que se uniera a su campo.

Dijo Azaña en 1917 que la neutralidad española no fue libre sino forzosa, impuesta por nuestra propia indefensión. Con ello quiso decir que las carencias militares españolas no dejaban otra opción. Sin embargo, el que el ejército se hallara en pésimas condiciones, como era el caso, no era un obstáculo insalvable a la participación en el conflicto. Portugal, con un poderío claramente inferior al nuestro, entró en guerra en 1916 porque estimó que de esa forma defendía mejor sus intereses nacionales. La cuestión es que cualquier botín que hubiera podido perseguir la intervención española (Gibraltar o Tánger) tenía que ser arrancado a Gran Bretaña o a Francia o concedido por una de las dos. Ponerse del lado de las potencias centrales para que ganaran esas recompensas para nosotros estaba fuera de consideración porque España no habría podido sobrevivir al bloqueo al que le habría sometido la Entente. Y Gran Bretaña y Francia jamás habrían cedido en el Peñón o en África a cambio de la escuálida ayuda del ejército español.

No obstante, no se entiende por qué el Gobierno de Madrid ofreció al francés, sin contrapartida aparente, garantías de su neutralidad para que París pudiera enviar los 150.000 hombres acantonados en los Pirineos a luchar contra los alemanes. De igual modo cabría preguntarse si no pudo España extraer alguna clase de ventaja de las potencias centrales a cambio de mantenerse ambiguo en su neutralidad para obligar a Francia a mantener esos 150.000 hombres en su frontera sur.

El caso es que, cuando estalló la guerra, nadie en España pareció interesado en valorar cómo podían mejor defenderse los intereses españoles. Al contrario, la división que se produjo en aliadófilos y germanófilos dependió de la ideología de cada cual. Así fue como los elementos así llamados progresistas de la sociedad, los profesionales y empresarios, los liberales, como también los republicanos y socialistas, se consideraron furibundos aliadófilos por representar supuestamente Gran Bretaña y Francia las ideas de la modernidad. En cambio, los elementos considerados reaccionarios, la iglesia, los terratenientes, el ejército, los conservadores y los tradicionalistas se revelaron firmes germanófilos. Todos se plantearon no lo que convenía a España sino quién convenía que venciera, al objeto de imponer las propias ideas al país. El caso de los socialistas es especialmente sorprendente porque sus correligionarios franceses se oponían con vehemencia a una guerra que hacía de Francia una aliada de la reaccionaria Rusia.

Aquella profunda división hizo que las potencias beligerantes trataran de aprovecharla para que la en todo caso neutral España se comportara de un modo más benévolo con uno u otro bando. Así fue como nuestro país se convirtió en campo de batalla para la propaganda de ambos lados.

Visto con perspectiva el debate, resulta curioso que la sociedad española se dividiera por razones exclusivamente ideológicas. Mucho más cuando afirmar que la Entente era el campo del progreso y la libertad resultaba no ya discutible sino rotundamente falso, toda vez que incluía a Rusia. Como lo era acusar a las potencias centrales de atrasadas y reaccionarias, puesto que Alemania disponía de un incipiente régimen parlamentario y tenía una pujante y moderna economía que para sí la hubieran querido Francia o Gran Bretaña. Por otro lado, los campos en aquella guerra no se formaron por afinidades ideológicas, aunque las hubiera, sino que cada cual se colocó donde creyó que más les convenía a sus crudos intereses nacionales. En estas condiciones, no tuvo razón de ser alguna que en España se discutiera acaloradamente quiénes eran los buenos y quiénes los malos en términos morales e ideológicos.

España fue neutral, pero es falso que no tuviera otra opción. Es cierto que su margen de maniobra era estrecho, pero no hasta el punto de no poder hacer otra cosa. De todos modos, nunca se planteó con seriedad qué convenía hacer, sino que cada cual quiso identificar entre los contendientes quiénes eran los suyos, no porque su victoria interesara a España, sino por supuesta proximidad ideológica.


LA PRIMERA GUERRA MUNDIAL: Los orígenes - Los bloques - El Plan Schlieffen - El asesinato de Francisco Fernando - La crisis de julio de 1914.

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