A los monos del Zoo de Paignton les han prohibido los plátanos. Demasiado dulces. Y dicen que están más sanos, peludos, suaves; sobre todo, los macacos negros crestados de Sulawesi. Sus renovados pelajes se dirían todos de algodón. Los tamarinos y los titíes, que forman grupos ruidosos, a veces agresivos, parecen más calmados. Sus cuidadores defienden que las bananas de las plantaciones contienen más azúcar que las silvestres, y que sus niveles de proteínas y de fibra son muy inferiores a los de la fruta agreste. Lo mejor para ellos es llevar una dieta rica en verdura, lo más dura posible, fibrosa; y nada de fruta.
El Zoo de Bristol sigue la misma línea, y no es casualidad que ambos sean ingleses. Fuera de la saludable jaula de los monos, dicen que el azúcar intoxica Reino Unido. A la cabeza de la lucha contra el envenenamiento masivo se ha colocado la organización Action on Sugar, cuya cruzada se formalizó el pasado enero y que es la continuación de la lucha organizada contra la sal. Su objetivo es conseguir que la industria reduzca el contenido de azúcar añadido de los alimentos. Entre los dieciocho científicos que se han comprometido con la causa destaca Robert Lustig, quien se ha hecho famoso tanto por su lucha contra el azúcar como por atacar respaldado por un grupo de abogados.
Lustig ha equiparado su misión con la de los valientes que se opusieron a la industria tabaqueracuando las multinacionales distraían la atención del público lejos de la cancerígena verdad de su negocio. El presidente de la Academia que aglutina a los colegios médicos del país, Terence Stephenson, apoyó el paralelismo entre el azúcar y el tabaco hace un año, tras presentar un informe en el que la institución aconsejaba un incremento impositivo a las bebidas azucaradas y la limitación de la publicidad antes de las 21 horas. Pero el negocio azucarero ha seguido en pie: la producción mundial ha crecido levemente durante los últimos ejercicios hasta alcanzar los 18 millones de toneladas en 2013.
Una pista contra la diabetes
El tira y afloja con el azúcar es histórico. Los médicos de la Europa de finales del siglo XVII destaparon sus efectos perniciosos, y provocaron un profundo cambio gastronómico. El azúcar pasó de ser un condimento protagonista de los platos principales a trabajar como actor de reparto en la película de los postres. Algunos piensan que el cambio persiste, pero sus detractores pregonan que el demonio blanco se ha colado de nuevo en nuestros platos fuertes. Se oculta en los alimentos procesados.
Efectivamente, hay mucho azúcar añadido en los zumos, en algunas salsas, en ciertos tomates fritos, en el kétchup, en determinadas conservas, en panes, en empanadas, en platos precocinados... Incluso en la bollería baja en grasas, para compensar. Las pistas de la pandemia de obesidad y del incremento de los casos de diabetes tipo 2 son dulzonas, y las bebidas azucaradas son el enemigo que más pruebas acumula en su contra.
Los indicios se han detectado gracias a publicaciones como la dirigida en 2007 por Lenny Vartarian, cuyos resultados vieron la luz en la revista American Journal of Public Health. Tras revisar 88 artículos sobre el tema, quedó claro que "las personas no compensan adecuadamente la energía añadida que consumen en los refrescos con la que toman en otras comidas", lo que explicaría el aumento de peso de los estadounidenses. Por otra parte, uno de los estudios analizados, que consistió en un seguimiento de 91.249 mujeres durante 8 años, calculó que quienes consumieron uno o más refrescos al día duplicaron el riesgo de desarrollar diabetes respecto a quienes consumieron menos de uno al mes.
Conviene estar bien informado de los riesgos del azúcar y de dónde se esconde. Pero no vale la pena caer en el alarmismo, opina Marta Garaulet, catedrática de Fisiología y Bases Fisiológicas de la Nutrición de la Universidad de Murcia. "Nuestro cuerpo está preparado para absorber azúcar, y de hecho, la glucosa es necesaria", recuerda. "También es verdad que en ciertos refrescos a lo mejor te estás bebiendo seis cucharadas soperas de azúcar y no lo sabes, y es un azúcar que se absorbe muy deprisa y que no tomas como alimento", explica.
Se puede vivir sin añadir azúcar de mesa, conocida como sacarosa. También se puede emplear alguno de los múltiples edulcorantes alternativos: la lista es variada, la industria emplea cerca de 40 distintos y sigue ampliando el catálogo. El último grito fue la estevia, una planta edulcorante que en algunos foros se aconseja a los diabéticos. Pero vale la pena ser cauto con la sustitución del azúcar, ya que muchas alternativas también son azúcares calóricos y perjudiciales cuando su uso es excesivo.
El jarabe de maíz de alto contenido en fructosa, por ejemplo, entró con fuerza en la industria alimentaria a finales de la década de 1960. No solo era barato y se disolvía bien en el agua carbonatada, sino que también se pensaba que sería bueno para los diabéticos: empleaba una ruta metabólica distinta de la que sigue la glucosa. Ahora este jarabe endulza algunos refrescos y no tiene tan buena fama: una cucharada equivale a seis de azúcar.
Lo integral es tendencia
Lo malo de la moda de hacer bandos de alimentos buenos y malos es que acaban surgiendo demasiados desertores. Por eso, y porque los científicos saben menos sobre los procesos fisiológicos humanos de lo que querrían, las recomendaciones alimentarias sufren modificaciones importantes periódicamente. A veces, los cambios son contradictorios, como sucede en el caso de los cereales.
Hasta el cambio de siglo, los cereales refinados fueron los reyes de las recomendaciones nutricionales americanas, que guían desde 1977 las del resto de países. En 2000 cedieron el cetro a los integrales. "Es indiscutible que son mejores, porque al tener fibra, la absorción de la glucosa es más lenta", explica Garaulet. Pero es que también aumentan la cantidad de energía que gastamos en digerirlos, lo que constituye una ventaja en una sociedad hipersaturada de calorías. Además, prolongan la sensación de saciedad, con lo que también contribuyen en buena manera a mantener a raya los excesos.
Los requiebros en las recomendaciones oficiales favorecen que las personas busquen respuestas en pautas más estables. A Garaulet le gusta el consejo de quien está considerado el padre de la nutrición en España, Gregorio Varela: "La dieta es como una orquesta en la que no hay buenos ni malos, lo importante es que todos suenen en armonía", recuerda que decía. Pero, igual que las recomendaciones de algunas abuelas, su mensaje se ha perdido en el pasado. Según un reciente informe que ha publicado Gregorio Varela-Moreiras, hijo del famoso científico y catedrático de Nutrición y Bromatología de la Universidad CEU San Pablo, precisamente los hidratos de carbono, junto a la fibra, son dos componentes que destacan en la sinfonía de la dieta española por una participación insuficiente.
Sabores adictivos
Ambas carencias podrían atajarse comprendiendo adecuadamente qué es el índice glucémico. Algunas corrientes de opinión han señalado varios efectos perniciosos de alimentos ricos en carbohidratos de rápida absorción, como las patatas, el arroz y los cereales refinados, con los que se cuece el pan blanco. El motivo es que tienen un índice glucémico alto; sus efectos recuerdan al del azúcar de los refrescos. Que su índice glucémico sea alto significa que aportan glucosa a la sangre fácilmente. Cuando una cantidad importante de azúcar entra rápidamente en el torrente sanguíneo se producen picos de insulina que, a largo plazo, pueden producir diabetesy obesidad. Estos picos son menos pronunciados tras la ingesta de carbohidratos complejos, como los que proporcionan los cereales integrales.
Pero los estudios que aluden a este índice para advertir de los riesgos del consumo de carbohidratos simples dibujan un panorama engañoso. "Se sabe que cuando estos alimentos forman parte de un plato complejo, el índice glucémico baja muchísimo", tranquiliza Garaulet, quien señala que la cultura anglosajona se centra mucho en este aspecto de los alimentos porque ellos consumen comida rica en carbohidratos muy simples y de mala calidad, como los muffins, y las cookies con todo tipo de adorno. Alimentos demasiado industriales, e indeseables compañeros de mesa habituales.
Por otra parte, los carbohidratos de los garbanzos, las lentejas y las habichuelas, injustamente olvidados en muchos hogares, salen muy bien parados. Se pueden comer hasta tres veces a la semana. Y es sorprendente la cantidad de recetas con legumbres que esperan a ser rescatadas de los libros de cocina española para el placer de los comensales más exigentes.
Puede que afirmar que el azúcar es el nuevo tabaco suene exagerado, pero cada vez hay más investigaciones neurocientíficas que intentan demostrar que ciertos tipos de comida activan los mecanismos físicos asociados a la adicción, aunque sin resultados suficientemente claros como para guiar las recomendaciones nutricionales. Más consistentes son los experimentos llevados a cabo con los pobres ratones de laboratorio. Algunos han mostrado señales de estar enganchados al azúcar, y otros han pasado el mono cuando no han podido satisfacer su pulsión por una sabrosa mezcla de azúcar y grasa. Curiosamente, los ratones se engancharon al sabor.
En el caso del azúcar, los múridos compensaban la energía que les proporcionaba reduciendo la ingesta de otros alimentos, con lo que evitaron la obesidad. Por el contrario, los que siguieron una dieta rica en grasa y en azúcar, basada en alimentos como la tarta de queso, el bacón y el chocolate, sí acabaron obesos. En ambos casos, el sistema de recompensa del cerebro desarrolló un estado similar al que configura el abuso de la droga.
"Hay estudios en los que se les da a los animales solamente azúcares y solamente grasa, y se observa cómo responden la corteza cerebral y la zona de recompensa; luego, cuando se les da los dos juntos, aumenta la intensidad de la respuesta hasta diez veces", relata Garaulet. "Pero también se produce el efecto contrario si tienes una privación de azúcares o de grasas", argumenta. Paradójicamente, el mecanismo subyacente a la supuesta adicción podría ser también el responsable de evitar las carencias alimenticias a través de la activación del deseo de comer los alimentos que faltan. “Hay un control fisiológico muy fino que se llama saciedadsensorioespecífica, que es la que hace que te canses de comer un alimento y activa tus sentidos hacia otro ", concluye.
La catedrática Marta Garaulet ha enseñado a comer a muchas personas en las clínicas que llevan su nombre. No es una nutricionista más. No solo porque sea catedrática e investigadora, ni porque mantenga que para comer bien hay que recurrir a lo que a uno le gusta, que hay que disfrutar de la comida. Lo que la diferencia es su investigación en el campo de la nutrigenómica, la ciencia que une la genética con la nutrición. Avanzó en este campo gracias a una colaboración con el pionero en el campo José María Ordovás. Y actualmente mantiene una fructífera relación con la Universidad de Harvard.
Lo más llamativo de la intersección entre la nutrición y la genética surge en el terreno de la epigenética, la ciencia que estudia cómo varía la expresión de los genes con el desarrollo, sin necesidad de que el ADN llegue a modificarse. El proceso por el que se producen los cambios es reversible y se denomina metilación, y la dieta modula qué hacen o dejan de hacer los genes con sorprendente facilidad; las probablidades de metilación aumentan hasta 12 veces con los hábitos alimenticios irregulares. Picar por las noches, comer deprisa o por aburrimiento puede influir en cómo se expresa el gen clock, que se asocia tanto con la obesidad como con los horarios. Según el estudio de la doctora, el cambio se advierte a los 15 días de introducir nuevos hábitos.
Garaulet explora un terreno fértil y prometedor, pero sus consejos no son novedosos: "Llevo 20 años investigando y lo que más me ha impactado es que, seas como seas, cuando sigues una dieta mediterránea, en España, estás bien". Por cierto, su dieta no limita la ingesta de verduras.
Una dieta bien engrasada
No damos a la grasa la importancia que merece. Y es un componente fundamental en la barrera entre el interior acuoso de nuestras células y el exterior; si nos quitaran toda la grasa del cuerpo, nos desparramaríamos, literalmente. Aun así, la idea de que es un enemigo a batir sigue siendo un lugar común. Quizá sea por una cuestión estética, por la impronta que ha dejado la campaña contra el colesterol o por lo que cuesta deshacerse de ella. También puede que se deba a que la realidad es compleja y preferimos respuestas simples, pero este supuesto no es una opción para la ciencia.
Los investigadores comenzaron a cuestionar lo apropiado de la inquina a mediados de la década de 1990. Se observó entonces que las células de la grasa segregan leptina, una hormona que se dispara cuando hemos ingerido suficiente y que avisa de que podemos dejar de comer. El descubrimiento apuntaló la idea de que la grasa desempeña un papel relevante en relación con los procesos biológicos de la digestión. Se ha avanzado mucho en el conocimiento del tejido adiposo desde entonces: ahora se habla de la grasa mala, conocida como grasa blanca, y de la grasa marrón o grasa buena.
La primera acumula la energía que no se gasta en el momento de digerir los alimentos. Por ejemplo, esa gran cantidad de azúcar que consumes con la tarta mientras te sientas en el sofá a ver una película. Pero la grasa marrón disipa energía, y eso es positivo. De hecho, algunos grupos de investigación estudian cómo convertir la grasa blanca en marrón, para combatir la obesidad. Mientras tanto, estudios como el que publicó la Colaboración Cochrane en 2012 indican que no hay pruebas concluyentes de que la reducción de la grasa de la dieta reduzca el riesgo de enfermedades cardiovasculares.
Parece que, en su justa medida, la grasa de los alimentos naturales no tiene por qué dar problemas. No deberías temerla si no la amas demasiado. Eso sí, la grasa visceral, la que se acumula en la zona de los michelines, no ha dejado de ser un indicio de riesgo, y hay un tipo de grasas que acapara gran parte de la mala fama.
Son las grasas trans, que están en los productos obtenidos de rumiantes, tanto en sus lácteos como en la carne. Según un estudio del Centro de Control y Prevención de Enfermedades de Estados Unidos, dejar de añadirlas a los productos alimenticios evitaría 20.000 infartos de miocardio al año en ese país. En un principio se pensó que estaban detrás de las enfermedades coronarias, e incluso, de la depresión. Curiosamente, ahora todo indica que solo son perjudiciales cuando nos llegan en productos industriales como la bollería, los aperitivos fritos y la margarina, pero no en su forma natural.
El proceso para hacer grasas trans consiste en añadir moléculas de hidrógeno a aceites vegetales. Con ello se varía la estructura de los enlaces de sus moléculas, de forma que la nueva grasa adquiere una textura sólida a temperatura ambiente. Es más manejable. Además, se puede calentar varias veces, es barata, aporta mucho sabor y permite alargar la vida útil de los alimentos. Es un filón para la industria.
Los intentos por limitar la adición de grasas trans a los alimentos han llegado hasta la prohibición, en distintos grados (en España ni siquiera figura el contenido en la etiqueta nutricional, mientras que en Estados Unidos poder añadirlas a los alimentos tiene los días contados). Pero la salud no es siempre lo primero. La experiencia de Dinamarca lo muestra claramente: los altos impuestos que se introdujeron para limitar el uso de este tipo de grasa acabaron por poner en peligro el negocio de los productores de mantequilla, lo que motivó que el Gobierno danés diera un paso atrás en su decisión de intervenir para limitar este nutriente en la composición de los alimentos.
"Los gobiernos tienen la obligación de ofrecer a los ciudadanos unas recomendaciones de cómo alimentarse adecuadamente, así como de actuar para frenar problemas, pero sus intereses pueden ser contrapuestos", explica la directora del grupo de investigación en Sociología de laAlimentación de la Universidad de Oviedo, Cecilia Díaz. El conflicto no escapa a la opinión pública. "En la última encuesta de seguridad alimentaria que ha habido en Europa resulta llamativo que los ciudadanos dicen que los gobiernos europeos defienden más a los agricultores que a los consumidores", recuerda la doctora.
Sobreinformación alimentaria
Esta desconfianza está marcada por un contexto en el que la cadena alimentaria globalizada se ha hecho tan compleja que el consumidor siente que ha perdido el contacto con los alimentos. "Somos más conscientes de los problemas alimentarios porque vivimos en una sociedad en la que la información circula con facilidad y rapidez, y, aunque parezca una paradoja, cuanta más información hay, más preocupación". Cada vez queremos comer más sano y estamos menos seguros de cómo conseguirlo. Por si fuera poco, nos apremia la resonancia de la cacofonía informativa que componen los mensajes contradictorios procedentes de las instituciones políticas, de las científicas y de los medios de comunicación.
Indagando en este asunto, la socióloga ha detectado que, "ante una situación de incertidumbre, hay consumidores que están aproximándose a lo local, comprando productos sobre los cuales tienen más información". No es una tendencia generalizada, pero puede ser beneficiosa. Según Díaz, cuando se compra en las tiendas del barrio se llevan más productos frescos como la fruta, el pan, la carne y el pescado. Y los buenos tenderos son excelentes fuentes de información sobre los productos y sobre cómo se cocinan.
Muchas veces, la opción del consumidor a favor de un alimento procesado es el resultado de una estrategia mercadotécnica que puede ser engañosa. Hay un ejemplo claro en los lineales de bollería de los supermercados españoles. Dada la buena prensa de los vegetales, comprar un bollo elaborado con ellos puede parecer una opción saludable cuando quizá no lo sea tanto. Como las grasas trans se hacen a partir de aceites vegetales, muchos productos anuncian que están elaborados con dichos aceites, cuando lo que llevan es aceite vegetal parcialmente hidrogenado.
Ocurre algo parecido con los productos cárnicos procesados cuyos envases prometen salud a base de eliminar grasa. Según un estudio de la Universidad de Harvard publicado en 2012, puede que no sea una buena idea hacer caso a tales mensajes a la hora de comprar el sabroso embutido, el pollo y el pavo envasados.
"Las pruebas sugieren que la carne procesada es particularmente dañina en relación con las enfermedades coronarias y la diabetes, y que el contenido de sodio y otros conservantes puede ser más determinante que el contenido total de grasa o de grasa saturada", dice el artículofirmado por Renata Micha y publicado en la revista Current Atherosclerosis Reports.
El texto concluye que es clínicamente recomendable reducir el consumo de este tipo de carne. También dice que la carne roja no procesada (cordero, cerdo y ternera, por ejemplo), que ha sido atacada en el pasado por su contenido en grasa saturada, tiene menos relación con el riesgo de sufrir diabetes y poco o ningún efecto en las enfermedades coronarias. La conclusión anima a optar por comprar el producto fresco y añadirle la sal en casa, al gusto del consumidor y con conocimiento de causa.
Los autores también tocan un punto importante a la hora de elegir qué es bueno comer: la cría de ganado tiene efectos medioambientales perjudiciales, incluida la deforestación, el derroche del agua, las emisiones de carbono y de metano... Y su producción es cara. Por eso la soja, más barata, se ha convertido en una sustituta óptima de las proteínas de la carne. Los autores concluyen que hay alternativas más saludables al bistec, "que ofrecen pruebas de tener beneficios cardiovasculares, como el pescado, las nueces, la fruta, los cereales integrales y los vegetales, y que son opciones nutricionales mucho mejores que consumir carne roja no procesada".
Alimentos bajo el microscopio
Necesitamos entre 40 y 50 nutrientes, según algunas estimaciones. Pero el cálculo es engañoso, ya que los avances científicos llegan al extremo de alterar la propia definición de la palabra nutriente. Nos han enseñado que están los hidratos de carbono, que nos cargan las pilas; las grasas, que acumulan energía; las proteínas, que cumplen una función reparadora; y las vitaminas y los minerales, que son protectores.
Algunos expertos incluyen en la lista de nutrientes elementos como la fibra y el agua. Se basan en que tienen importantes funciones en la salud, un concepto que también se ha redefinido conforme la medicina avanzaba. "Se ha pasado del concepto de salud como ausencia de enfermedad a la idea de que salud significa estar en buenas condiciones físicas, mentales y emocionales", explica la directora del grupo de investigación ALIMNOVA, de la Universidad Complutense de Madrid, María de la Montaña Cámara.
En esta línea, el auge de los alimentos funcionales que prometen diversos beneficios para la salud es una evolución natural. Según Cámara, son un fenómeno imparable, aunque aún quedan por limar aspectos legales que garanticen sus promesas. "La relación entre la alimentación, el envejecimiento y la salud, entre otros aspectos, es algo que a todos nos preocupa", dice. Y entre el ingente volumen de información disponible sobre alimentos, dietas y complementos, la palabra antioxidante aparece por doquier. "Estamos expuestos a muchos agentes oxidantes, como la contaminación, el tabaco y el ejercicio intenso, que aceleran la oxidación del organismo; y un exceso de dichos agentes oxidantes va a acelerar el proceso de envejecimiento al producir más daño celular", señala la doctora en Farmacia.
Para lentificar el efecto contamos con "mecanismos de defensa" bastante bien estudiados, aunque muy complejos. Cada vez se conocen más alimentos que contribuyen a que funcionen correctamente. En el grupo de investigación de Cámara, especializado en los nuevos alimentos desde las perspectivas científica, tecnológica y social, son especialistas en el licopeno. Se trata de un carotenoide con un potente efecto antioxidante. Se podría decir que el tomate es un alimento funcional, aunque no lo anuncien en la televisión.
Vitaminas y asociados
Hay más elementos famosos, como el zinc y el selenio, dos ejemplos de antioxidantes muy estudiados. Estos minerales forman parte del grupo de los micronutrientes, una categoría en la que también entran las vitaminas y que componen un mapa que sigue dibujándose con creciente precisión. "Compuestos tan pequeños requieren técnicas analíticas muy específicas y, conforme las técnicas van evolucionando, se van detectando en alimentos que antes no se conocían", explica Cámara. Sobre el zinc, en un estudio que publica la revista de la Asociación Médica Canadiense acaba de triunfar contra el resfriado. Sin embargo, ha caído una de las ideas más arraigas popularmente: la vitamina C no sirve para prevenirlo.
Por lo tanto, al interpretar los últimos avances, es bueno tener en cuenta que aún hay territorios ignotos.
No parece aconsejable seguir a rajatabla las recomendaciones sobre "superalimentos" y perdernos comidas que pueden ser igual de beneficiosas, o incluso mejores. "Cuanto más pobre sea nuestra dieta, en el sentido de que los alimentos que consumimos sean siempre los mismos, es mucho más fácil que tengamos problemas o carencias", apunta Cámara. En definitiva, no hay mejores consejos que los que han funcionado durante generaciones y generaciones: “Cuantas más frutas, verduras y hortalizas frescas, mejor, y cuanto menos alimentos procesados, también”, recuerda con la gran convicción que le otorga su formación académica e investigadora.
Antinutrientes: los que no van juntos
Los platos procesados tienen sentido, pero es mejor evitarlos cuando sea posible. "Hay muchos componentes que se destruyen con el calor, como muchas vitaminas, con lo que estamos eliminando compuestos importantes e incorporando otros que desempeñan un papel necesario en el producto, pero sin los cuales podemos pasar", explica Cámara en una referencia a los aditivos.
Aunque eso no siempre es un problema. "Algunas leguminosas tienen inhibidores de la proteasa, enzima que hidroliza las proteínas y facilita su utilización, de manera que si esa enzima se inhibe, no asimilamos bien las proteínas que digerimos", detalla. Lo bueno es que son compuestos termolábiles, que se destruyen con el calor. Así que toda la tecnología que necesitas para hacer más nutritivas unas buenas judías está en la herencia cultural: cocinar a fuego lento.
Estos curiosos tipos de compuestos se denominan antinutrientes, y son un campo muy interesante. Por ejemplo, está el ácido oxálico, presente de forma natural en algunas leguminosas y cereales. "Se une al calcio e impide su absorción; por lo tanto, no podemos mezclar un alimento que tenga mucho ácido oxálico con otro que tenga mucho calcio", previene Cámara. Renuncia, por ejemplo, a las espinacas con queso.
Pero seleccionar alimentos para asimilar las cantidades correctas de las cuatro o cinco decenas de nutrientes necesarios ya es bastante complicado como para entrar en el campo de los antinutrientes.
La nutrición implica procesos que están influidos por muchísimos factores, algunos inesperados. Pero la ley básica a la hora de ponerte a confeccionar tu dieta es: come lo justo, elige muchos productos frescos, sobre todo vegetales, y varía la composición de los platos. Acertarás.