Fue el año 1962 cuando el reconocido realizador cinematográfico Stanley Kubrick obtuvo uno de sus mayores éxitos con Lolita, filme basado en la novela homónima de Vladimir Nabokov, de alto contenido erótico. La protagonista era una desconocida actriz, Sue Lyon, a quien el citado director descubrió en una serie de televisión, El show de Loreta Young, donde aparecía como figurante. Le hizo unas pruebas en bikini, que resultaron satisfactorias.
Y así, de la noche a la mañana, aquella rubita de ojos azules pasó a convertirse en el personaje de Dolores Haze, la Lolita de la historia, que según el relato contaba doce años, aunque siguiéndola luego a través de las imágenes alcanzaba los diecisiete. Una adolescente lasciva que lograba encandilar al maduro profesor encarnado por el sólido actor británico James Mason. La muchachita aparecía en planos cortos chupando sensualmente una piruleta; o sorbiendo, tentadora, un refresco; y también cimbreándose al compás de un hula- hoop. Usaba unas gafas en forma de corazón que, por lo visto, se han vuelto a poner de moda entre las quinceañeras.
El caso es que, en poco tiempo, la película dio la vuelta al mundo, inspiró a cientos y cientos de cronistas, fueran o no críticos cinematográficos, ingentes cantidades de artículos en torno a la turbadora criatura que, utilizando una expresión coloquial, "ponía a cien" a un más que sexagenario caballero. Quien naturalmente caía en las redes de aquella erótica aprendiz de Afrodita.
Tan, acaso, desmesurada atención periodística situó a Sue Lyon casi en el Olimpo de las más refulgentes estrellas del Séptimo Arte, cual sucesora de Marilyn Monroe. Convertida en esa primera mitad de los años 60 en un auténtico símbolo sexual. Encasillada en él, John Huston no tuvo reparo en llamarla para que compartiera, en 1964, papel protagonista junto a Richard Burton en La noche de la iguana. En adelante, el nombre de Sue Lyon fue poco a poco dejando de interesar a los magnates de Hollywood.
Yo la conocí en 1973 cuando vino a rodar a Madrid, a las órdenes de José María Forqué, una cinta de intriga titulada Tarots. Ya había intervenido en otra, Una gota de sangre para morir amando, de Eloy de la Iglesia, con el hijo de Robert Mitchum de galán, Chris. En el rodaje la sorprendí en un descanso sosteniendo a una niña de color, su hija Nona, de cuatro meses. Sue Lyon hablaba un aceptable español aprendido durante una de sus estancias en México, según me comentó. Contaba entonces veintiséis años y, aunque atractiva, de mediana estatura, no aparentaba ser la lujuriosa "Lolita".
Me confió esto: "No consiento salir desnuda en la pantalla. Paso muchas temporadas con mi hermano, que tiene ocho hijos y por eso tengo presente lo que he hacer en esta vida. La familia es muy importante. Yo tenía diez meses cuando murió mi padre y pasé una niñez muy triste. Toda mi existencia ha sido hasta ahora dura, difícil. Por eso he decidido que a mi hija no le falte nunca nada. Llevo encima una libreta con todo lo que gano en mis películas. Cada semana reservo un diez por ciento, que ingreso en un Banco en la cuenta a nombre de mi pequeña. Así no tendrá los problemas que yo tuve en mi infancia, ni llorará lo que yo lloré. Además, desvío otro porcentaje para una guardería infantil".
Así de humana, caritativa y sensible era aquella Sue Lyon, quien atendiendo cortésmente a mi invitación para ampliar la entrevista aceptó almorzar conmigo en un típico restaurante. Me comentó su afición por la astrología, por las cartas del tarot, asegurándome que con ellas se podía averiguar el destino, lo que no acabó de convencerme. Estaba obsesionada con su futuro. No hablamos de sus amores, por discreción.
Ciertamente sabía de antemano que no había tenido suerte en ese terreno. Casada en 1964 con un actor y guionista, se había divorciado al año de la boda. Tuvo otra experiencia en 1970 con un fotógrafo, con idéntico final. A comienzos de esa década fue un día a una prisión de Colorado para visitar a un amigo y allí se interesó por un tal Cotton Adamson, condenado por asesinato. Tanto se involucró en su caso que acabó enamorándose de él, casándose en la penitenciaría. No me dijo durante el almuerzo si aquel hombre era el padre de su niña, pero lo presentí. Evité molestarla, al reconocer que era muy sensible.
Ya cuando su carrera cinematográfica estaba finalizando volvió a las andadas, esta vez creyendo encontrar en el ingeniero Richard Rudman al hombre de su vida, casándose con él en 1985. En esta ocasión el matrimonio le duró diecisiete años.
Su filmografía contiene veinte apariciones en películas y en series de televisión, pero dejando aparte las ya citadas de sus comienzos (Lolita y La noche de la iguana) el resto de sus trabajos pueden considerarse discretos, sin repercusión. De ahí que en 1986 decidiera retirarse. Por mucho que he intentado obtener más información sobre su vida en tiempos más recientes, me ha sido imposible. Su nombre ya está más que entre las sombras del pasado. Aunque haya muchos espectadores del ayer que si les citas el nombre, o el título de "Lolita", aún retengan en la memoria las imágenes de su protagonista. Fugaz estrella para los amantes del cine. Para mí, además, con el recuerdo de una paella compartida a su vera y una deliciosa conversación.