De soltera Aline Griffith Dexter, condesa viuda de Romanones, que acaba de fallecer, aterrizó en Madrid el año 1943 como secretaria de la Embajada de los Estados Unidos. Detrás de ese cargo, perfectamente normal siendo norteamericana, con estudios universitarios y una preparación excelente, se escondía algo que entonces la buena sociedad madrileña con la que empezó a relacionarse aún desconocía. Tardó bastante tiempo hasta saberse que su verdadera misión en nuestro país era la de espía. Ella misma lo dijo cuando ya no podía sorprender a casi nadie. Una dama elegantísima, culta, hablando idiomas –el nuestro lo dominaba, con un simpático acento yanqui– que ejerciera tan inusual tarea la convertirían con el paso del tiempo en un singular personaje. En aquellos años, cuatro después de concluir nuestra guerra civil, con espías nazis e ingleses radicados en Madrid, Aline Griffith fue desarrollando su trabajo con sumo celo, relacionándose con ministros, diplomáticos y desde luego la crema de la vida social de la capital española. Dependía de Frank Ryan y Ricardo Sucre, responsables de la OSS, organización antecesora de la CIA, que mantenían una red de espionaje en la lucha antinazi y la defensa de los aliados. Solían, sobre todo Ryan, hacerse pasar por ejecutivos americanos de empresas de importación y exportación. Una fachada, evidentemente: no iban a presentarse como lo que eran, espías a sueldo de la propia Administración USA. Aline Griffith estaba considerada "agente de alto rango". Estaba conceptuada como muy inteligente, a la par que ambiciosa. Le gustaba, siendo tan atractiva, pasearse por los grandes salones de los hoteles, asistir a fiestas importantes. Y lo hacía muy segura, desfilando siempre muy distinguida, al punto que tuvo ocasión de aceptar ocasionalmente trabajos de modelo para modistas de la talla de Balenciaga.
En una de esas recepciones conoció a Luis Figueroa y Pérez de Guzmán, tercer conde de Romanones. Aline Griffith había tenido antes algunos escarceos amorosos, uno de ellos con el matador de toros Juanito Belmonte. Mas lo que ambicionaba no era precisamente convertirse en un personaje popular. Tampoco le llamaba tanto la atención el dinero, aunque Luis Figueroa, a pesar del gran patrimonio de sus antepasados, llegó a tener problemas para afrontar mes tras mes los más imprescindibles gastos de un palacete, que no eran pocos. Estaba claro que a ella le atraía más conseguir un título aunque fuera de consorte. Como así sucedió. La boda tuvo lugar al año siguiente de conocerse, en 1947. Y durante ese acontecimiento acaeció un suceso que la prensa de la época silenció, aunque corrió de boca en boca entre los miembros de la aristocracia. Resulta que un antiguo pretendiente de la novia hizo su aparición, pistola en mano. Disparó contra los contrayentes, afortunadamente sin puntería. Corrieron los desposados un tupido velo acerca del asunto, y lo que pudo ser una tragedia se convirtió, para Aline, en un triunfo.
De momento, ya era condesa consorte de Quintanilla, título de su marido, que luego, éste, al morir su progenitor, asimismo ostentaría el de conde de Romanones. Tuvieron tres hijos lo que, sucesivamente, fue acallando chismes acerca de la condición sexual del conde. En el ambiente en el que desarrollaba el matrimonio la vida social no suponía ningún secreto que Luis Figueroa no era precisamente un "donjuán". Seducción, podía ejercer, pero en otros terrenos. El caso es que resultaba ser un caballero culto, elegante, divertido, de grata apariencia. Y junto a su esposa, los cronistas sociales repetían en aquellas calendas que formaban una estupenda pareja. Lo fueron, pero no sólo por tales apariencias. Porque el conde dejaba que Aline continuara con sus obligaciones como espía, la que vestía a menudo de rojo, como titularía más tarde una de sus novelas. Tampoco era celoso. Y ella, que al fin y al cabo era norteamericana, mantenía unas costumbres muy alejadas de las españolas; su moral era distinta. Resultaba muy comprensiva con su marido y no le podían hacer mella comentarios que pusieran en duda la felicidad que disfrutaban en su palacete, en una bonita y tranquila calle a espaldas del final de la madrileña calle de Serrano, a la altura del Instituto Ramiro de Maeztu. Luis Quintanilla, como era más conocido entre sus amistades, despojado al citarlo de su título, era un acreditado pintor, que gozaba de cierto éxito en sus exposiciones algunas en Estados Unidos, lo que contribuía a mantener con decoro y dignidad su posición económica, ya dijimos algo decaída.
Los Romanones habían dilapidado poco a poco un cuantioso patrimonio, herencia del viejo conde, aquel que fuera varias veces Ministro y tan cercano a Alfonso XII. El que dijera la célebre frase dedicada a los que, pese a habérselo prometido, no le votaron en determinada ocasión: "¡Jo…, qué tropa!" Las sucesivas particiones entre sus miembros familiares fueron causa de que grandes latifundios localizados en la provincia de Guadalajara se vieran en otras manos. Escándalos los tuvieron, pero es que en tiempos recientes no han dejado de producirse en ese clan. Y siempre por lo mismo: herencias patrimoniales y peleas por los títulos nobiliarios. Una sobrina de los condes de Quintanilla y Romanones, la muy conocida Natalia Figueroa, esposa de Raphael, disputó con su hermano el título que llevaba su padre, el Marquesado de Santo Floro, que terminó en manos del varón. Menos mal que cuando falleció el marido de Aline, Luis, en 1988, el título de conde de Romanones pasó a su hijo Álvaro (manteniendo ella el de condesa viuda de Romanones) en tanto el menor, Luis, sería conde de Quintanilla.
Sin desviarnos de aquel asunto de la falta de dinero que encontró Aline Griffith al casarse con Luis Figueroa, digamos que ella, llena de empuje empresarial fue el alma de la casa a la hora de, digamos, "hacer caja". Su marido había recibido en herencia una finca en Extremadura, entre Trujillo y Cáceres, llamada "Pascualete". Y Aline se encargó de llevar las riendas económicas de cuanto producían los cultivos y el ganado. Logró que una marca de quesos, que lleva el nombre de la finca, consiguiera ser uno de los más cotizados en España. Le gustaba a la condesa ir de vez en cuando a la finca, hablar con sus trabajadores, vigilar los contornos, montar a caballo, cazar… Todo ello con distinción de excelente amazona. Y en Madrid fue donde exhibió siempre su innata elegancia, luciendo los últimos modelos cada temporada. Las revistas del ramo la señalaron durante algún tiempo una de las mujeres más distinguidas, no solo de España.
En Estados Unidos, a partir de 1955 y durante un quinquenio pasó a figurar en el Museo de la Fama, allí considerada una de las damas más elegantes del mundo. Atrás fue dejando poco a poco de pertenecer a los mandos secretos de la CIA.Al fin y al cabo, acabada la II Guerra Mundial y tras unos años, superados los de la guerra fría, en Europa corrían ya otros vientos más favorables y los Estados Unidos acabaron por aceptar a Franco como uno de sus más fieles aliados, como así se confirmó con la primera visita de un Presidente de los Estados Unidos, Eisenhower, a Madrid ya al comienzo de la década de los 60. Aline Griffith siempre estuvo en contacto con las primeras autoridades norteamericanas y, por ejemplo, cuando Jacqueline Kennedy vino a España ella fue una de sus anfitrionas. Lo mismo sostenía amistad con grandes actrices, como Audrey Hepburn, lo que me contó en una entrevista que Aline me concedió en su bello palacete madrileño. No dejaba por otro lado de sentirse muy cerca de otros personajes populares, como Lola Flores, quien le rogó que fuera la madrina de su hijo Antonio, en el bautizo que tuvo lugar en la iglesia de la Concepción el 14 de noviembre de 1961. Y es que era muy simpática, nada afectada en el trato directo con la gente de la calle, aunque parece que los trabajadores de su finca extremeña se enfadaron con ella, nada satisfechos de cómo los trató en el texto de su primer libro, "La historia de Pascualete"; un riguroso trabajo histórico, por otra parte. Había estudiado Historia y Periodismo y supo combinar el manejo de la escritura con el rigor de sus descubrimientos arqueológicos en "Pascualete". Luego escribió tres o cuatro libros más, dejando inéditos a su muerte un par de ellos.
Con su familia política tuvo sus más y sus menos. Con quien mejor se llevó fue con Agustín de Figueroa, Marqués de Santo Floro, cuñado suyo, suegro del cantante Raphael. A la muerte de Luis, su marido, pasó varias temporadas en los Estados Unidos. De nuevo en su casa de Madrid, declaraba no hace mucho sentirse con muchas ganas de vivir, aunque ya sus salidas eran espaciadas. Al fin y al cabo, el "glamour" de otro tiempo, en un distinto Madrid, y cuando ya estaba jubilada de sus experiencias como espía, la habían alejado de aquel mundo en el que se paseaba como una mujer cosmopolita.