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José Aguilar Jurado

Antonio Machado, sin sectarismo

Dejémonos de banderías. Dejémonos de sectas, y leamos al poeta, que se lo merece. Que nos lo merecemos.

Dejémonos de banderías. Dejémonos de sectas, y leamos al poeta, que se lo merece. Que nos lo merecemos.

Si no supiéramos que Antonio Machado murió como murió, creeríamos que algún fabulador a sueldo de la memoria histórica se había inventado el relato de sus últimos días. Primero, su salida de Madrid para refugiarse en Rocafort (Valencia), en 1936. Luego, siempre siguiendo instrucciones del Gobierno de la República, su evacuación a Barcelona, en abril del 38. Por fin, la huida en enero del 39, ante la inminencia de la entrada de las tropas de Franco en la ciudad. Y enseguida, el 22 de febrero de ese mismo año, su muerte en Colliure. Enfermo, pobre, viejo y abatido, como muestra la última fotografía del poeta. Para colmo de tristezas, su madre, que viajaba con él, murió tres días después. Y encima, ese último verso que se encontró en el bolsillo de su gabán, en un papel arrugado. Ese alejandrino tan citado, tan intertextualizado y tan refrito:

Estos días azules y este sol de la infancia.

Poco más hace falta para su canonización como santo laico de la intelectualidad republicana. Durante décadas, su tumba en Colliure ha sido destino de peregrinación de poetas, de titiriteros y de políticos. Un poco sonrojante, en ocasiones.

Luego está el asunto de su hermano Manuel. Gran poeta también, pero inferior a Antonio, a cuya hondura no llegaba. Manuel es, oficialmente, el franquista, el que se arrimó a los vencedores. Despreciable, para muchos de los que ven la literatura con anteojeras políticas. Aunque Manuel también fue, todo hay que decirlo, el mentor de Antonio. El poeta bohemio, modernista y un tanto calavera, que se llevó a su hermano pequeño, el taciturno Antonio, a París, a que se sacudiera el pelo de la dehesa. El que se lo llevaba a las tertulias de los cafés (donde el que hablaba y lucía era Manuel). El que firmó junto a Antonio un puñado de obras de teatro (a las que la crítica de hoy da un poco de lado, pese a que tienen una gracia costumbrista similar a la de esos otros hermanos sevillanos, los Álvarez Quintero).

Y su amor por Leonor. Esa niña (literalmente, niña) de trece años de la que se enamoró, y a la que, por decoro, tuvo que esperar un par de años para casarse, ella con 15 y él con 34. Tenían casi las mismas edades que Cervantes y su esposa Catalina de Salazar, dos siglos y medio antes. Para acabar con cualquier atisbo de alegría en esa alma naturalmente melancólica del poeta, Leonor murió de tuberculosis con 17 años.

En fin, si queremos glorificar a Antonio Machado en el altar republicano, lo tenemos fácil. Recordemos cómo Alfonso Guerra regentaba en Sevilla una librería con el nombre del poeta. Y cómo presumía de saber de don Antonio más que los especialistas. Pero claro, don Alfonso también presumía de haberse leído las obras completas de Lope de Vega. Las imposturas intelectuales de este personaje hay que dejarlas para otro artículo.

También hemos tenido que padecer, desde Andalucía, el intento de hacer que Antonio Machado integrara (como otros muchos) las filas de los "poetas andaluces". No de los poetas españoles. Ni de los poetas del español. Aquí siempre queremos jibarizar, regionalizar, paletizar. Pero para esos catetos andalucistas hay una cita del propio Machado en su Juan de Mairena:

–Según eso, amigo Mairena –habla Tortólez en un café de Sevilla–, un andaluz andalucista será también un español de segunda clase.
–En efecto –respondía Mairena–: un español de segunda y un andaluz de tercera.

En fin, que aquí en España andamos todavía con los bandos y con las nacionalidades de los escritores. Con las sectas. Supongo que al calor de esas miserias adyacentes se deben de cobrar buenas subvenciones. Por eso, ese título de propiedad de la izquierda española sobre la figura de Antonio Machado puede volvérselo antipático a cualquiera poco avisado. No caigan ustedes en ello. Y pasen por encima, incluso, de su soneto al general Líster. Porque, pese a todo, Machado es un poeta como hay pocos. Aparte de su habilidad versificadora y de su pericia técnica, que fue muy notable, don Antonio sabía volcar en sus versos una tristeza (eso que él llamaba mi usual hipocondría) que se nos pega en el alma cuando leemos sus poemas en voz alta, que es como hay que leer la poesía. Los poetas del 27, tan cosmopolitas y tan europeos ellos, despreciaron un poco a don Antonio, que les sonaba antiguo y un tanto retórico. Y no les faltaba razón. Pero es que ellos eran la vanguardia. Lo ultimito. Lo más chic. Y muchas de esas creaciones artificiosas del 27 (¡no todas, ni mucho menos!) están ahora en el olvido. Cosa que no pasa con la poesía de Antonio Machado, que hoy tiene una vigencia absoluta. Precisamente porque toca los universales líricos, y no se queda en la hojarasca de la moda. Y además, qué quieren que les diga: ese tono levemente pomposo y decimonónico de Machado, ese no querer inventarse la poesía en cada verso, ese no estar obsesionado por ser moderno a cualquier precio... todo eso hace que su poesía sea hoy, 75 años después de su muerte, tan cercana como si estuviera recién hecha. Cosa que no se puede decir de muchísimos poetas posteriores.

Dejémonos, pues, de banderías. Dejémonos de sectas, y leamos al poeta, que se lo merece. Que nos lo merecemos.

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