Otorgar alma a la naturaleza es, si se piensa sobre ello, de lo más razonable. Nosotros tenemos algo que nos mueve, y los cambios en la naturaleza, interpretados como acciones, tienen que responder a algún espíritu que los anima. Las estaciones del año, con su influencia en los cambios en la naturaleza y su explotación por el hombre, con su cadencia regular, no pueden ser una excepción. Por eso diversos pueblos las han reconocido, incluso venerado, o temido.
Los celtas de Europa y las islas británicas celebraban un festival tras el período de la cosecha, antes de los fríos del invierno. Era el festival de Salann, o Samhain, o "final del verano", celebrado en los últimos días de octubre o primeros de noviembre. Entonces se extinguían todos los fuegos y los druidas, la clase sacerdotal celta, prendían un nuevo fuego, símbolo del año que iba a comenzar, y se distribuía casa por casa. El Samhain era el momento de pagar todas las deudas, pero también el de acudir a las suertes de adivinación, así como de recibir a los espíritus (sidhe). El fastidio de que el año comenzase con el mal fario de los sidhe se combatía aplacando los espíritus a base de hacerles ofrendas: vacas y caballos que se mataban y quemaban. Así, los frutos de la naturaleza, prestados al pueblo, volvían a ella en forma de cenizas. Y en ellas podían ver los druidas las señales sobre quién viviría y quién moriría, quién prosperaría y quién no. Eran historias cargadas de simbolismo, que corrían de pueblo en pueblo, y que son el antecedente de la costumbre de leer cuentos de fantasmas en Halloween.
Esta ancestral costumbre se habría disuelto con las oleadas de la historia si los celtas no se hubieran aferrado a ella como a su propia vida, de hecho veían ambas como indisolublemente unidas. De modo que cuando el cristianismo llegó a aquellos confines, en lugar de borrarla del mapa humano, adaptó a la costumbre pagana sus propias creencias.
La Iglesia siempre ha venerado a sus mártires, y el riego de sangre cristiana bajo la égida de Roma, y especialmente tras Diocleciano, llevó a la institución a elegir un día para la conmemoración de todos los mártires, conocidos y desconocidos. La Iglesia comenzó a celebrar a todos los santos en 609, aunque ocho años antes Gregorio I, que por varios motivos ha merecido el apelativo de el Grande, observó que era más prudente adaptar las creencias verdaderas a las costumbres locales. Cualquier día del calendario es adecuado, y Bonifacio IV fijó para el día de todos los mártires el 13 de mayo. En esa fecha concluía la Lemuralia, un evento en el que se realizaban exorcismos y se expulsaba de las casas a los malos espíritus.
Cuando el sincretismo gregoriano llegó a los pueblos celtas, el día de todos los santos dio un salto en el calendario hasta Samhain. En 998 San Odilio, obispo de Cluny, fijó el 1 de noviembre como una fecha de oración por todos los muertos. El día anterior era víspera de todos los santos, All Hallows Eve, expresión que fue degenerando en Halloween.
El sincretismo hizo que arraigaran las creencias cristianas, adheridas a las costumbres paganas. Pero la propia fuerza que imprime la Iglesia a las tradiciones hizo que éstas no terminasen de morir, y la unión inextricable de ritos cristianos y paganos nos acompaña hasta la fecha.
Por si hubiera en esta historia poco sincretismo, se une también la figura de Guy Fawkes, un católico romano que planeó prender fuego al Parlamento inglés, con Jaime I dentro. Aquello fue el 5 de noviembre de 1606. Cuatro siglos después su figura inspiró V de vendetta y al oscuro colectivo anarquista bajo el contradictorio nombre de Anonymous. Se celebraba el aniversario de su fallido golpe de Estado incendiario con efigies de paja, que simbolizaban habitualmente el Papa, y con fuegos de artificio. El recuerdo de "el último hombre que entró en el Parlamento con buenas intenciones" se perdió con los primeros colonos en América, pero revivió con sucesivas oleadas de irlandeses y escoceses. Éstos llevaron también consigo la unión de catolicismo y paganismo celta que cristaliza en Halloween.
Y aún hay otra costumbre que se adhiere a las anteriores, en la misma fecha, y que es la de los más pobres de ir casa por casa el día de todos los santos, o en Thanksgiving (día de acción de gracias, que se celebra el último jueves de noviembre), en el caso de los Estados Unidos, a pedir limosna. Es el origen más reciente del trick or treat, susto u ofrenda, que tiene su origen mediato en los intentos de los celtas de apaciguar a los espíritus.
A finales del XIX, toda referencia a los espíritus y las brujas se había perdido casi por completo, al menos en la Gran Bretaña victoriana. Y la fiesta se quedó en un motivo para reunir a la familia, que daría especial protagonismo a los niños. Pero su hora no llegará hasta la Primera Guerra Mundial, cuando los padres vayan a la guerra, las reuniones familiares no sean tan nutridas y los niños ganen aún más protagonismo, en una fiesta que, a ellos, no se les quiere negar. Los niños sacaron la celebración de casa, y la llevaron a todo el vecindario, una costumbre que se asienta en los años 30, a tiempo para que la naciente industria del cine la cristalice.
El disfraz, la mención a los espíritus malignos, la juventud corriendo por las venas y los niños y jóvenes corriendo por las calles convirtieron la broma u ofrenda al vandalismo y la afrenta. El New York Times llevaba el 1 de noviembre de 1939 una historia bajo el siguiente titular: "1.000 ventanas rotas en Queens en Halloween". Cuando pasaron de romperse ventanas a quebrarse vidas, muchos se plantearon si esta fiesta no había ido demasiado lejos. En Anoka, Minnesota, se evitaron males mayores convirtiendo la fiesta en un alarde (parade) municipal. Esta iniciativa, que tuvo lugar hace 93 años, convirtió a la ciudad, a falta e otras virtudes, en "la capital mundial de Halloween". El resto del país comenzó a seguir su ejemplo.
La II Guerra Mundial no dejaba mucho lugar a fiestas como esta, pero a partir de los años 50 la prosperidad empezó a transformarse en un baby boom, una generación que más o menos desde mediados de los años 2000 se está jubilando, pero que hizo suya la fiesta de Halloween. En los años 70, y especialmente en los 80, la arcana costumbre de los druidas de prender un nuevo fuego para repartirlo por las casas fue reinterpretado por jóvenes con zippo y bidones de gasolina como una oportunidad para reírse tontamente mientras se ve cómo arde la casa de un vecino. A aquello se le llamó "la noche del diablo". Veneno y cuchillas en las manzanas, chucherías con condimentos extraños y perniciosos… el vandalismo no abandonaba la fiesta, y el pánico recorría los Estados Unidos. Un año y otro se repetían las mismas historias de niños muertos por el veneno. Generalmente proporcionado por miembros de su propia familia.
El cine no quiso dejar pasar la creencia, o la constatación, de que la muerte rondaba en Halloween. Con alguna excepción desde los 30 a los 60, la década de los 70, junto con el recrudecimiento del vandalismo en torno a Halloween, la industria del cine atemorizó a los espectadores, o les hizo reír con alusiones estereotipadas a la iconografía de la fiesta. En este mundo globalizado ha caído sobre nosotros la bárbara costumbre de Halloween, dicho sea con todos los respetos hacia los druidas celtas.