Hoy miércoles 30 de enero cumple 45 años el príncipe de Asturias. Desconozco si existe una crisis de los 45, la más famosa es la de los 40, cuando comprendes que tu vida es la que es y sólo te queda asumirla. Otras más fáciles serían la de los 30, cuando descubres la segunda juventud, y la de los 50, que no es otra que comprender que no eres tan viejo y te queda todavía mucho por disfrutar. Muchas de estas crisis se saldan en escandalosos divorcios, caprichos inútiles y deportivos descapotables, intentando robarle tiempo al destino.
El príncipe Felipe es miembro de la generación que recogió los frutos de la Transición y del esfuerzo de las dos generaciones de la posguerra. No tuvieron que luchar en la Guerra Civil, ni pasar el hambre y el frío de la posguerra. Si su abuelo, el conde de Barcelona, tuvo que abandonar su cuarto y su vida del Palacio Real en Abril de 1931 para atravesar un largo y duro exilio, su padre tuvo que criarse sin su familia a la sombra de un dictador. Sin embargo, el príncipe tuvo una educación privilegiada desde la cuna, por ello en el príncipe hay más arrugas que cicatrices. El príncipe es parte de la generación que pensó que España marchaba hacia el futuro, que este ya no era el país pobre que miraba a Francia y Alemania con admiración, si no de igual a igual.
El príncipe ha podido decidir y tomar libremente sus decisiones, marcar un estilo propio, más cerca de Massimo Dutti que del viejo sastre Collado. Sin tener que hacer una dura carrera militar como su padre y disfrutando de una posición privilegiada, alrededor de una pandilla de amigos de urbanización. Pudo elegir libremente con quién se casaba e incluso pudo construirse una casa moderna con todo tipo de instalaciones y suelo calefactable, sin tener que ocupar cualquiera de los viejos caserones de Patrimonio Nacional, con sus lámparas de La Granja, los tapices tan pasados de moda y esos techos tan altos en los fríos inviernos de Madrid.
La anécdota que para mí mejor define al príncipe en lo personal me la contó un monárquico de los de antes. En una visita a Zarzuela, el príncipe le comentaba lo bonito que era una arquitectura de Antonio Joli que le habían dejado para su despacho, y lo agradecido que estaba por ello. El interlocutor comentaba luego asombrado que al príncipe claro que le habían dejado un Joli, pero que ese cuadro, como la gran mayoría del Museo del Prado, es parte de la colección de sus antepasados, igual que la del Palacio de Liria es de la duquesa de Alba.
El príncipe ha sido formado por las mejores cabezas, desde pequeño ha sido meticulosamente preparado para ser Rey. Eso nadie lo pone en duda, y ha dado sobradas muestras de compromiso y preparación. Es un gran profesional, y quizás ahí radica su mayor defecto, la falta de espontaneidad y raza que muchas veces deja traslucir. Su padre, el rey Juan Carlos, y su abuelo, el conde de Barcelona, eran campechanos y divertidos, pero en todo momento eran conscientes de su posición y lugar en el mundo. Porque para ser Rey lo primero y más importante es creértelo.
Ahora hay ruido de sables en las tertulias de radio, cuando muchos periodistas están empeñados en abdicaciones, como si la monarquía fuese algo que se pudiese zarandear. De nuevo esa imagen tan española de radicalidad, como si con un cambio visual todos los problemas españoles se resolvieran de golpe y plumazo. Hoy por hoy es evidente que al príncipe le llegará su momento y reinará, no hay ninguna prisa, y tendrá oportunidad de demostrar quién es, qué España quiere y qué sello le quiere imprimir a su reinado.