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Los litigios de BT a costa del hiperenlace vuelven a poner sobre el tapete el espinoso asunto de las patentes de software. No es el único caso, pero sí el más evidente de cómo patentes sobre ideas están destruyendo la credibilidad de buena parte del esquema tradicional de protección de los derechos de la propiedad intelectual. La otra se la está merendando la SGAE.

Las patentes son una suerte de propiedad inmaterial que otorga el derecho exclusivo a la explotación de un determinado producto. Generalmente las asociamos con nuevos inventos y tecnologías, con el avance imparable de la ciencia. Así, IBM suele recibir un gran reconocimiento por ser la compañía que más patentes ha obtenido durante el año. Pero cuando observamos más de cerca qué es lo que se está patentando empezamos a comprender que desde los tiempos de Edison el concepto de patente se ha degradado mucho.

¿Tienen justificación las patentes? No cabe duda que en muchos casos ha favorecido la invención, otorgando al creador suficientes ventajas como para incentivar su labor. En otros casos, como es el de la industria farmacéutica, es la única manera de rentabilizar enormes inversiones en investigación y pruebas clínicas. Sin embargo, en el campo de la informática, del software, parece más un lastre que otra cosa. Pocos campos han innovado más en tan poco tiempo sin ese tipo de ayudas, y no se observa con claridad en qué puede beneficiarlo.

Hay mucha gente que se emplea a fondo para luchar contra este tipo de patentes. Los intentos de algunos países europeos de importar esta práctica se han encontrado con la recogida de más de 100.000 firmas gracias al movimiento del software libre. Todo un logro tratándose de un asunto tan oscuro y poco conocido como éste.

Gregory Aharonian explicó recientemente cuáles eran, en su opinión, las cuatro patentes más idiotas de los últimos años. La respuesta aclara, más que cualquier cosa que yo pueda escribir, el problema actual en el sistema de patentes. Se han patentado, en 1996, los gráficos de tarta. Sí, esos típicos gráficos que suelen acompañar todas las estadísticas desde que tengo uso de memoria. También el uso de manuales en la enseñanza, en 1998 por un tal Keith A. Alsheimer, que ya hasta el apellido del individuo tiene su gracia. La idea de medir la efectividad de un anuncio comparándolo con otro de control, práctica habitual de las empresas de publicidad, fue patentada en 1999. Incluso la increíblemente obtusa técnica de exponer las células a sustancias potencialmente tóxicas en una investigación biomédica recibió una patente en 1998. Como ven, parece que se patenta cualquier cosa, sin investigar si se trata de una idea trivial o si se lleva practicando durante años.

Parece claro que no sólo de cánones viven los propietarios intelectuales. Convendría replantearse, empezando por el punto de vista teórico, el derecho a patentar. En Estados Unidos ya ha empezado un pequeño debate al respecto entre las altas instancias. Y convendría que no parase. Como dijo Hayek, en estos temas conviene que haya el mayor desacuerdo posible. De este modo quizá algún día podamos llegar a alguna conclusión un poco más sólida.

Mientras tanto, acabo de darme cuenta de que en este artículo he violado una patente en once ocasiones. Esto debe ser lo que llaman sentirse realizado.

Daniel Rodríguez Herrera es editor de Programación en castellano.


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