Dos lagartijas autóctonas
de casta lanzaroteña,
tomando el sol del Atlántico,
perezosamente reptan
sobre la cancha de basket
del palacio La Mareta.
Sus reptilianos cerebros
guardan fundadas sospechas
de que nadie este verano
va a estropearles la siesta.
Las lagartijas –es obvio–
no tienen nombre ni señas,
pero para que el romance
se siga bien y se entienda
he dado en llamar a una,
la más grande, Rigoberta,
y a la otra, más menudita,
ponerle el nombre de Onésima.
La jerga lagartijiana
es difícil y compleja,
pero, diccionario en mano,
he asumido la tarea
de traducir puntualmente
su coloquio a nuestra lengua:
– ¡Qué hermosa tarde de estío,
mi querida Rigoberta!
Qué tranquilidad, qué calma,
qué silencio, qué pereza...
– Pues sí, mi dilecta amiga,
¡qué grata tarde agosteña!
Porque en años anteriores,
y justo por estas fechas,
siempre solía venir
ese flaco de las cejas
con su panda de amigachos
a sudar la camiseta,
a dar brincos lamentables
y a echar la bola en la cesta.
Y nosotras, mientras tanto,
clandestinas y encubiertas,
sin poder tomar del sol
las radiaciones benéficas.
– ¿Y por qué no habrá venido,
si tal era su querencia?
– Pues entre los jardineros
no falta la controversia,
según saqué de su charla
(los espío mientras riegan).
Uno dice que es la crisis,
que agobia, abruma y aprieta,
y que hace que el presidente
(tal es el cargo que ostenta
el flacucho desgarbado
de las canillas patéticas)
no se tome vacaciones,
por el qué dirá la prensa,
y se quede en La Moncloa
haciendo ver que se esfuerza.
Encima, un tal Tomás Gómez
le está dando mucha guerra
y, por si esto fuera poco,
hay fatídicas encuestas
que anuncian clara derrota
si la crisis no se arregla.
Otro jardinero, en cambio,
(continúa Rigoberta)
sostiene que no ha venido
porque a una hija, ¿recuerdas?,
le han cateado en el cole
casi todas las materias.
– ¿A qué hija, a la mayor?
– Pues no estoy segura, Onésima.
Pero da igual, porque ambas
son lo mismo de siniestras.
Y no me refiero, amiga,
a su hosca naturaleza,
sino a los atuendos góticos,
a las vestiduras negras,
a las pulseras de clavos
y a las botas guerrilleras.
¡Qué mala vida nos daban!
Nos perseguían, aviesas,
y trataban de aplastarnos
bajo sus enormes suelas.
– Eran solo chiquilladas,
compañera Rigoberta.
– ¿Que eran solo chiquilladas?
Pues una gótica de esas
me arrancó un cacho de rabo
al arrojarme una piedra.
– No te quejes tanto, amiga,
que el rabo se regenera.
– Lo pasado está pasado,
pero el recuerdo me aterra.
– ¿Y a la mamá de las niñas,
tan estilizada ella,
no le apetece en agosto
trasladarse a La Mareta
y, entre docenas de escoltas,
hacer como que bucea?
– La familia es la familia,
mi queridísima Onésima.
Si él se queda en La Moncloa,
pues ella también se queda.
Los humanos son así:
se acoplan machos y hembras
y, juntos, crían la prole
y apoquinan la hipoteca.
– Son raros, porque nosotras,
como sabes, Rigoberta,
solemos poner los huevos
mismamente en una grieta,
y a lo que salga de allí
no vamos a echarle cuentas.
– Es difícil de entender
la madre Naturaleza.
– ¡Hay tantas cosas extrañas!
– Ya se ha puesto el sol, Onésima,
¿vamos a buscar insectos
allá, por aquellas breñas?
– La verdad, tengo apetito:
me parece buena idea.
– Dejémonos ya de charlas.
– ¡Pues a cenar, Rigoberta!