Cuando escribo estas líneas, el partido de semifinales de la Copa del Mundo de fútbol entre España y Alemania todavía no es historia. Si lo son, en cambio, todos los enfrentamientos, cruentos o ritualizados que a lo largo de cientos de miles de años han existido entre los grupos humanos, separados por la cultura, e impelidos por la escasez de los recursos a interactuar competitivamente. No cejamos, hoy, en nuestro empeño de diferenciarnos unos de los otros para resaltar nuestra identidad. Lo que en un remoto pasado pudo servir como mecanismo psicológico para vincularse al propio grupo, y colaborar y coordinar los esfuerzos de todos sus miembros en la lucha por la supervivencia en un entorno plagado de peligros naturales y de enemigos –es decir, de otros grupos humanos– ahora lleva a algunos a pergeñar estatutos de autonomía o a pegar tiros en la nuca.
La mente humana no está diseñada para entender y tratar al extraño. Los griegos dividían el mundo entre griegos y no griegos. A estos últimos los llamaban bárbaros. Tuvo que pasar un tiempo de hegemonía, decadencia y caída de un gran imperio mediterráneo, el romano, para que la palabra bárbaro adquiriese un significado más definido: los bárbaros eran los miembros de los pueblos incivilizados del norte que invadieron la sagrada Roma, de forma que bárbaro significó desde entonces incivilizado.
Durante unos pocos cientos de años Roma fue el más importante centro de civilización de Occidente. Tuvo dos etapas históricas claramente diferenciadas: la República y el Imperio.
En el esplendor del Imperio ser ciudadano romano era ser ciudadano de primera. Confería una serie de derechos y privilegios de los que no disponían los miembros de los pueblos conquistados y subyugados bajo el puño de hierro de la Pax Romana. Los residentes en la capital, los ciudadanos romanos en el doble sentido del término, tenían, desde finales de la República, pan y circo gratuitos. Y es que a finales de la República, los demagogos de los partidos aristocráticos y del pueblo competían entre sí por ganarse el favor de las masas ciudadanas ofreciendo, de su propio bolsillo, grandes juegos a la plebe, y pan suficiente para no tener que trabajar. Se suele utilizar pues la expresión Pan y Circo para referirse al uso y abuso que hacen los gobernantes de la mano visible que da de comer del Estado y de los espectáculos (generalmente) deportivos, con los que tratan de distraer la atención del público ciudadano de los problemas políticos.
Hoy los herederos de lo que queda de lo bueno y lo malo que tuvo aquella civilización siguen repartiendo panes para llenar las bocas y así acallarlas, pero el pan, dada su abundancia relativa, no es la moneda de cambio. La gente prefiere ingresos en cuenta. Y el circo no es, como muchos creen, el fútbol, ese enfrentamiento ritualizado, en el que dos ejércitos enfrentados en pantalón corto dan pié con bola. El Circo de hoy son los medios de comunicación de masas y gran parte de la cultura popular, del "mundo de la cultura", desde los que se transmiten a diario valores de decadencia.
¿Qué hay de malo, en definitiva, ver un partido entre la selección nacional y una extranjera? Canalizamos nuestros perversos instintos de agresión al extraño, al grupo enemigo, que se convierte en simple rival de un juego. Los bárbaros germanos de la época romana son ahora una de las naciones más civilizadas de la tierra. Pero siguen siendo distintos, y si se cerniera sobre Europa y el mundo una nueva época oscura de miseria e ignorancia muy probablemente volverían a ser nuestros enemigos.
Un deporte de grupo, como es el fútbol, hace surgir en sus participantes lo mejor y lo peor de nuestra naturaleza. Los jugadores colaboran, cooperan, se coordinan, asumen diversos roles, en resumen: trabajan en equipo. Deben además ceñirse a unas normas que les vienen dadas, tanto desde el entrenador como desde la naturaleza del juego, encarnada en el árbitro. También pueden fallar en su cometido, ir por su cuenta, o no cumplir las normas. Pero lo peor lo reservan siempre para los otros, los miembros del equipo contrario, con los que pueden ser crueles, o para el árbitro, ese representante de la legalidad y la moralidad al que es legítimo engañar.
La mayoría de la gente lo único que hará en mirar el espectáculo que ofrecen esos dos ejércitos de "seleccionados" por su superior mentalidad, fuerza, talento y/o creatividad. Es la segunda derivada: no sólo el combate no es a muerte, además la batalla se desarrolla como una película ante nuestros ojos, sin que la mayoría de nosotros participemos activamente de otra manera que jaleando a uno u otro bando en la contienda.
Dicen que el fútbol imita a la vida. Los juegos sirven para entrenarse para ella en un entorno controlado y de riesgo bajo, las representaciones nos muestran la conducta ajena para que aprendamos de ella, y los grupos enfrentados entre sí en cuyo seno ha de prevalecer la cohesión ilustran las tensiones inherentes a todo cuerpo social. Y lo mejor de todo es que comprender todo esto no nos hace cambiar nuestro modo de vivirlo. Algunos seguimos deseando que gane España. ¡A por ellos!