Uno de los grandes hitos de la historia de la humanidad, comparable a la invención de la rueda o al descubrimiento del fuego, ha sido sin duda alguna el control del hombre sobre la electricidad. La electricidad no sólo nos ha permitido prolongar nuestra vida útil al incrementar las horas de luz disponibles cada día, sino que ha abierto la puerta a utilizarla en todo tipo de procesos productivos: desde la agricultura a la medicina, pasando por la industria, los transportes o la informática.
No es osado afirmar que no podríamos concebir un mundo sin electricidad. Sus consecuencias serían devastadoras desde un punto de vista económico y humano: sin electricidad seríamos incapaces de sostener nuestros niveles actuales de producción agraria y nuestros mecanismos para distribuirla entre los individuos, deberíamos renunciar a cualquier avance médico y tecnológico, no podríamos desarrollar nuestras vidas más allá de las 21.00 de la noche –para divertirnos, trabajar, leer o escribir–, e instrumentos tan esenciales como internet, los frigoríficos, los microondas o los calentadores de agua dejarían de estar a nuestro alcance. En otras palabras, sin electricidad renunciaríamos a lo que hoy conocemos como nuestra civilización, asentada sobre un progreso científico que ha permitido precisamente nuestro control sobre la misma. Los bajos costes de producción eléctrica son uno de los motores principales de nuestra prosperidad y de la generación de riqueza.
La mal llamada ‘Hora del Planeta’ es inequívocamente un ataque contra la electricidad y, a partir de ahí, contra la ciencia, la civilización y el ser humano. El mero hecho de proponer como señal de protesta que renunciemos al consumo eléctrico pone de manifiesto que el progreso económico y científico que permite esa electricidad les molesta. Su imagen soñada e idealizada es la de ciudades y países enteros a oscuras, con individuos incapaces de desarrollar otra actividad durante una hora de sus vidas, que no sea odiar el sistema económico y social que nos ha permitido alcanzar nuestras mayores cotas de bienestar.
El ser humano, gracias al uso de su razón, ha sometido a la naturaleza para adaptar el medio a sus necesidades. Esto es justo lo que aborrecen los ecologistas radicales: la posición de preeminencia del ser humano sobre su entorno. Atacados por una suerte de primitivismo, anteponen las supuestas necesidades de un artificio cuasirreligioso como es Gaia a las del ser humano: para ellos el hombre es un parásito que modifica la disposición natural del medio ambiente, una lacra que distorsiona la armonía de la Tierra y que por tanto debe minimizar, si no erradicar, su nefasta influencia sobre la misma.
El fracaso del apagón de este último sábado ha sido presentado por los calentólogos como un éxito. Y, sin duda, desde su perspectiva así debe ser observado. La convocatoria nunca tuvo como objetivo beneficiar al medio ambiente, pues de hecho un mayor seguimiento del apagón hubiese generado la necesidad de detener a las centrales renovables y concentrar la producción eléctrica en algunas fuentes de energía odiadas por los ecologistas como son los combustibles fósiles o las nucleares.
En realidad, la Hora del Planeta tenía un propósito mediático, ideológico y político, ámbitos donde el ecologismo sí puede felicitarse por su éxito. La mayoría de estratos de la sociedad ha terminado tragándose la propaganda calentóloga, hasta el punto de que casi todos los medios de comunicación se han sumado entusiastas a promover la convocatoria (lo que a su vez ha servido para realimentar su labor propagandística).
Los políticos a izquierda y derecha, los socialistas de todos los partidos que decía Hayek, no han tardado en aprovecharse de este tirón de la demagogia para justificar sus agresiones contra la libertad. Ayer, por ejemplo, el portavoz del PP, Esteban González Pons, declaraba que "está claro que el cambio climático es verdad y si no es verdad, es una gran idea". ¿Una gran idea para qué? Precisamente para que los políticos ataquen la libertad individual y el desarrollo científico con la excusa de cambiar la "relación del ser humano con el medio ambiente".
A la vista de lo anterior, cuando casi todos los políticos de casi todos los países están dispuestos a dar respuesta a los prejuicios calentólogos con tal de ampliar y conservar su poder, es lógico que los ecologistas celebren el resultado de la Hora del Planeta pese a su escasísimo seguimiento. Al final, lo que les interesa no es proteger el medio ambiente, sino terminar con el capitalismo, la libertad y el progreso científico; las tres fuentes de las que ha nacido nuestro control sobre la electricidad. Y para ello les basta con una población sumisa ante los desmanes de los políticos. Justo la sociedad que este tipo de campañas contribuyen a construir.