En otros tiempos, la plaza de París de Madrid, donde tienen sus respectivas sedes el Tribunal Supremo, la Audiencia Nacional y el Consejo General del Poder Judicial, era uno de los lugares más plácidos y deleitables de Madrid. Hoy los contados paseantes deben ir deprisa, bordear las paredes y refugiarse detrás de los árboles para evitar que le alcance alguna bala perdida, de las muchas que se lanzan estas instituciones entre ellas (hay que añadir el Tribunal Constitucional, que utiliza misiles tierra aire).
Probablemente el último episodio de esta guerra, muestra de la fragilidad del llamado poder judicial, es la imputación de Baltasar Garzón por prevaricación por parte del Tribunal Supremo. Pero en fin, allá se las compongan los jueces con sus envidias y sus guerras civiles. Como los políticos, no parecen darse cuenta del descrédito en que han caído por sus negligencias, sus arbitrariedades –traducidas en injusticias brutales– y también por hacer de los tribunales, no el ámbito de la justicia ni de la legalidad, sino una esfera independiente, ajena por completo al resto del mundo, de la que son los únicos y soberanos dueños.
Aun así, el caso Garzón tiene una envergadura algo mayor que los habituales rifirrafes entre jueces. Cuando inició su peculiar causa general contra el franquismo, Garzón debía saber que los posibles imputados habían fallecido, que la ley de Amnistía había acabado con la consideración de delitos para los hechos que quería juzgar, y que estos, en cualquier caso, habían prescrito.
Es obvio que Garzón no aspiraba a hacer justicia. Dejando de lado la petición del certificado de defunción de Francisco Franco, un rasgo de humor negro que no parece suyo, toda su actuación en este asunto está destinada a reescribir oficialmente, es decir judicialmente, la historia de España en los últimos setenta años. Su actuación culminaba la falacia de la "memoria histórica", reescritura legislativa de la historia, como ésta a su vez venía a culminar la mendaz, calumniosa y desacreditada historia progre dominante durante la segunda mitad del siglo XX.
El caso es que la guinda que iba a coronar el pastel, la que iba a poner Baltasar Garzón, el juez metido a cronista histórico, ha sufrido un percance. Tal vez sea momentáneo, pero por ahora la sombra de la prevaricación se extiende sobre el mitómano que quiso aprovechar los tribunales para algo que no les corresponde, como es promocionar una determinada visión de la historia. Los ingleses llaman a un gran hombre "un hombre y medio". Por ahora, Garzón se ha quedado en medio juez.