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DISCURSO ÍNTEGRO DE JOSÉ MARÍA AZNAR EN ARANJUEZ

A continuación reproducimos por su interés el discurso de José María Aznar, presidente de la Fundación para el Análisis y los Estudios Sociales y ex presidente del Gobierno español.

Es para mí un gran honor participar en este curso de verano que lleva por título ‘Ser cristiano en una sociedad secularizada’.
 
Por ello, quiero que mis primeras palabras sean para expresar mi agradecimiento a la Universidad Rey Juan Carlos por su invitación y mi felicitación por la iniciativa de celebrar este curso de verano.
 
Señoras y señores, hoy me gustaría compartir con todos ustedes algunas ideas en torno a los principios y los valores de Occidente, enmarcadas en el contexto europeo.
 
Estas reflexiones las realizo desde la perspectiva de  quien cuenta con una cierta experiencia en la vida política pero que ahora está voluntariamente alejado de la primera línea de acción política, y que dedica gran parte de su tiempo a reflexionar sobre las cuestiones públicas.
 
Comenzaré por aclarar que Europa es algo más que una expresión geográfica. Europa es sobre todo una cultura y un proyecto que encarna una serie de valores y principios. Valores y principios que nacen en un determinado espacio geográfico pero que tienen, sin embargo, una vigencia universal.
 
Esos valores y principios, que están en la génesis de lo que entendemos por Europa, derivan de una determinada concepción de la persona como ser ante todo libre y responsable, titular de derechos fundamentales y de una dignidad previos a lo político.
 
De ahí se infieren una serie de principios esenciales, como el de la igualdad entre hombres y mujeres o el de la responsabilidad individual.  Otra consecuencia de esta concepción de la persona es que el poder político debe tener precisamente como tarea principal garantizar a todas las personas esos derechos fundamentales y como límite infranqueable de su actuación el respeto a la dignidad de cada ser humano.
 
Todo esto es conocido. Pero hoy conviene recordarlo. Porque sabemos también por nuestra experiencia histórica que si bien Europa ha hecho una aportación fundamental para lograr estos grandes avances de la civilización, en ocasiones trágicas ha dado la espalda a su propia tradición e identidad.
 
Y hoy en día, dentro y fuera de Europa, esos valores y principios están cuestionados y, no es exagerado decirlo, amenazados por fuerzas poderosas.
 
 
Señoras y señores,  en puridad, esa idea de la persona a la que me refiero, que nace de la tradición religiosa, filosófica y cultural judeocristiana, es lo que permite la democracia. No puede haber una auténtica democracia si ésta no está basada en esa idea de la persona. Por fortuna, esa idea es hoy un acervo universal y no se circunscribe sólo a las naciones europeas o a aquellas que comparten tradición histórica con el viejo continente.
 
 
 
Por eso precisamente me parece tan importante recordar y reafirmar las raíces cristianas de Europa, algo que defendí con ahínco cuando tuve la responsabilidad de gobernar y que sigo haciendo ahora.
 
Europa es sencillamente inexplicable sin sus raíces cristianas. Creo que negar esa herencia cristiana de Europa es uno de los elementos que más contribuye a alimentar la confusión intelectual y moral de nuestro tiempo y que, en consecuencia, más nos debilita. 
 
Por eso siempre creí que era un grave error suprimir las referencias las raíces cristianas de Europa en el Tratado Constitucional de la UE, o pseudo constitucional, según se quiera ver, que los ciudadanos de varios países europeos se han encargado de rechazar en procesos de refrendo.
 
Señoras y señores, la herencia cultural cristiana de Europa no sólo ha contribuido a perfilar la idea de persona, sino que al cabo de una larga y sinuosa tradición histórica también ha colaborado a crear sistemas políticos y de organización social dignos de ella.
 
Y como constatación fáctica hay que decir que ese tipo de sociedad es también la que permitió en mayor y mejor grado el pensamiento crítico, científico y filosófico, transmitido entre otras instituciones en las universidades a lo largo de siglos. 
 
Alguna reflexión merece el hecho de que históricamente haya sido Europa la cuna de las revoluciones del conocimiento científico, incluyendo la Revolución industrial. Mientras el imperio chino o el propio Islam conocieron épocas de desarrollo económico y social muy superiores al europeo en el pasado, estas civilizaciones fueron incapaces de crear las condiciones adecuadas para que la ciencia abriera camino al desarrollo  humano.
 
Europa sí fue capaz de crearlas. Sin duda, y como tan acertadamente explicó Benedicto XVI en su célebre discurso de Ratisbona, el abrazo de la razón por la civilización europea de la mano de la fe cristiana resulta clave a la hora de explicar el liderazgo europeo en el terreno del progreso humano en todos sus ámbitos. 
 
La sociedad europea tiene como una de sus señas fundamentales de identidad la búsqueda de la verdad y la tolerancia hacia el otro sin negar la propia identidad. Y también la innovación, el ánimo emprendedor y el espíritu de iniciativa que han permitido un progreso económico y social sin precedentes y sin parangón en muchos otros lugares del planeta, que hizo posible erradicar la pobreza.
 
Estos son algunos de los rasgos que definen a Europa. O, si queremos ser más precisos, al mundo occidental. Porque Europa no puede entenderse sin la expansión que históricamente tuvo lugar al comienzo del Renacimiento y que dio lugar a lo que conocemos como Occidente. Por eso no puedo concebir otra Europa más que aquella que está ligada por lazos fuertes y profundos con el mundo atlántico. Ésa es la Europa posible.
 
 
 
Soy de los que cree que ese conjunto de valores han supuesto una aportación muy positiva para toda la humanidad. Por eso creo en Occidente y por eso también creo que merece la pena defender los valores que lo sustentan y luchar por ellos.
 
Señoras y señores, Europa tiene también una parte sombría. No hay que negar que la semilla de la autodestrucción ha germinado históricamente en Occidente, en esta Europa de la que nos sentimos legítimamente orgullosos. No tenemos que remontarnos muy atrás en la historia.
 
Pensemos en la oscura primera mitad del siglo XX europeo, que vio el nacimiento de los totalitarismos comunista y nacionalsocialista que negaban la idea de persona y que condujeron al horror del Holocausto y del GULAG.  O, mucho más cercano en el tiempo, en los genocidios de los Balcanes de hace apenas unos años y tan sólo a tres horas de vuelo de España, que usaron la excusa de un nacionalismo excluyente y atroz para cometer sus crímenes.
 
Genocidios, por cierto, ante los que la propia Europa decidió mirar hacia otro lado. Fue otra parte del mundo occidental, menos acomplejada que la europea a la hora de defender los derechos humanos y denostada por una parte de la clase política europea, la que tuvo que intervenir para detener una masacre que acabó con la vida de cientos de miles de europeos.   
 
Pero, con todas sus luces y sus sombras, Europa ha hecho una gran contribución a la civilización. Europa representa un avance esencial no sólo para los europeos, sino para toda la humanidad. Y el proceso de integración que  se inició tras la Segunda Guerra Mundial es, sin duda, un gran éxito histórico.
 
Señoras y señores, hoy hay muchas voces que advierten que Europa está en crisis. Soy de los que cree que no les falta razón. La crisis de Europa no es algo reciente. Los males que nos aquejan y sus síntomas no son  nuevos. Pero se han recrudecido en los últimos años. Y parece también que diferimos el momento de hacerlos frente con decisión, temerosos de tomar decisiones y de llevarlas a cabo con determinación.
 
En el mundo hay temor. Muchas veces adoptamos el diagnóstico equivocado y ensayamos recetas que no curarán nuestros males. Mi diagnóstico es que Europa tiene temor. Y ese temor nace de una falta confianza en sí misma. Y creo también que nada de ello es casual. Se ha sembrado durante mucho tiempo la semilla de la desconfianza, del odio a uno mismo, en un descabellado afán de poner en cuestión los principios que conforman nuestra identidad  y, en última instancia, de destruirlos.
 
Esa falta de confianza en sí misma de Europa le impide tomar las decisiones, difíciles pero ineludibles, para afrontar los retos del futuro. Y esa abulia lleva a negar la realidad, a verla a través de unas lentes de irrealidad. No queremos afrontar las decisiones que la realidad demanda y por eso negamos esa realidad incómoda.
 
Señoras y señores, las circunstancias en las que nos movemos son las de la globalización y el cambio tecnológico continuo. En los últimos años millones de personas han accedido a los mercados mundiales, lo que les ha dado una oportunidad de progreso y bienestar. La competencia mundial se ha abierto, creando crecimiento económico y prosperidad. La libertad en el mundo nunca ha estado tan extendida como está hoy. Este panorama debería llevar a los europeos al optimismo y a las ganas de hacer cosas. No en vano Europa fue la cuna del libre cambio, de la globalización, que no es algo tan nuevo como algunos piensan, y que resultó fundamental para explicar el liderazgo de Europa en el mundo.  Sin embargo, no es así. En Europa la sensación dominante es de crisis, pesimismo y falta de confianza.
 
También es preciso reconocer que en el mundo en el que vivimos no todo es prometedor. Crece el desafío de los enemigos de la libertad, la amenaza del terrorismo global y de los que odian la libertad. No es algo que nos deba sorprender. Resulta que la libertad y el progreso fueron una conquista lenta, de siglos, una conquista que avanzó poco a poco. La libertad siempre ha tenido enemigos. Pero si hoy existe es porque en el pasado hubo quien la defendió con determinación, brío y constancia.
 
Y ante los retos de hoy, algunos en Europa o, para ser más justos, en todo Occidente, tienen una reacción de apatía, resignación y derrotismo. Parece que algunas élites occidentales quieren echar la culpa de los desafíos a la libertad al modo de ser occidental y al sistema de valores occidentales. Hay una parte de Occidente empeñada en culpar a Occidente de los males del mundo, y muy especialmente de la virulencia del terrorismo.
 
Algunos parecen empeñados en no querer entender nada. En centenares de comunicados de Al Qaeda se proclama la “jihad contra los judíos y los cruzados”. Esto significa que en tanto que occidentales, no nos convertimos en blancos por lo que hacemos, sino por lo que somos. Nuestra culpa no es la de actuar, sino la de ser. En otras palabras, para los terroristas, nuestra culpa reside en nuestra identidad.
 
¿Cómo han reaccionado algunos líderes políticos europeos? ¿Reivindicando nuestra identidad? ¿Demostrando nuestro orgullo? Al contrario. Frente al fundamentalismo y al terrorismo islámico, se ha extendido por todo Occidente un sentimiento de resignación, de retirada e incluso de rendición. De estar dispuestos a renunciar a nuestra propia identidad.
 
Y es nuestra obligación preguntarnos a qué obedece todo esto. La razón del debilitamiento de nuestra identidad es fundamentalmente  el relativismo moral de Occidente.
 
Se trata de la idea de que las tradiciones, las culturas y las civilizaciones son sistemas cerrados, cada uno con sus propios criterios de valores, procedimientos e instituciones. Se trata de un prejuicio según el cual estos sistemas cerrados no son comparables. No existe una escala común que permita situarlos y medirlos en términos de superioridad, bondad, libertad o justicia. Todos tienen, con este prejuicio, la misma dignidad ética, política y social. Todos merecen el mismo respeto, tanto los fanáticos como los liberales, los violentos como los humanitarios, los intolerantes como los dialogantes.
 
Es lo que se ha dado en llamar en Occidente el “lenguaje políticamente correcto”, asunto al que hemos dedicado un curso del Campus FAES, y que es el lenguaje del relativismo. Es una especie de “neolengua” orwelliana con la que aparentemente se describen las cosas con palabras educadas, pero que en realidad se utiliza para esconder las cosas desagradables.
 
La corrección política impide afirmar que  una democracia occidental es mejor que una teocracia islámica, que una constitución liberal es mejor que la sharia, que la sociedad civil libre es mejor que la “umma”, que la sentencia de un tribunal independiente es mejor que una “fatwa”. Ni siquiera se puede afirmar que en el Islam la mujer es legalmente inferior al hombre o que la homosexualidad está penada, y frecuentemente, con la muerte. 
 
Muchos occidentales, imbuidos en el relativismo moral, creen que si se afirman en sus principios y valores y muestran la fuerza de su identidad, mostrarán un Occidente arrogante y prepotente. Es como si Occidente, al intentar ser abierto y dialogante con todos, en vez de defenderse, se debilitara y escondiese su propia identidad.
 
Queridos amigos, a pesar de esta situación de Europa, creo que hay razones para el optimismo. Pero para ganar la esperanza es preciso ser valientes, mirar la realidad frente a frente y no negar nuestra propia identidad.
 
¿Qué tenemos que hacer para recuperar la esperanza? En primer lugar, estar orgullosos de nuestros valores y de nuestros principios, los que conforman nuestra identidad. Los que compartimos con otros en lo que llamamos Occidente y que tienen una validez universal. Los que nos distinguen de quienes los odian y por ello odian lo que somos y quieren destruirnos, desde fuera pero también desde dentro.
 
Si decidimos que no queremos ser lo que somos, si caemos en la dictadura del relativismo moral, alimentaremos la desconfianza, el miedo al futuro y al cambio. Promoveremos el apaciguamiento con quienes quieren destruirnos, un error fatal que ya cometió Europa hace años.
 
Es sobre la base de nuestra identidad como hay que hacer frente a la amenaza de los enemigos de la libertad y los retos del futuro.  Pero una parte de Europa, o si se quiere de todo Occidente, parece fascinada con la tentación de la autodestrucción. Es la única razón que se me ocurre para explicar ese afán de algunos de achacar todos los males del mundo, desde los más brutales y execrables atentados terroristas a la persistencia de la pobreza en grandes zonas del mundo, a la arrogancia occidental.
 
Es un afán recurrente en muchas de las autoproclamadas élites políticas, intelectuales y académicas de Occidente. Parecen fascinadas por todo lo que sea antioccidental, aunque eso suponga ser condescendiente con terroristas o con dictadores execrables.
 
Una opinión muy extendida es que si los fundamentalistas y los terroristas nos han denominado “el gran Satán”, si nos consideran una civilización decadente, a la que han declarado la jihad, entonces debe existir una razón. Y esta razón se deriva de una injusticia, que alguien ha provocado, y que no puede ser otro que el Occidente próspero, que por tanto el culpable. Y como Occidente es, dicen, culpable, el fin de la jihad es vengarse, lo que debe ser justo.
 
Algunos líderes europeos han razonado más o menos así, con la vista puesta en Estados Unidos. Millones de europeos les han seguido. Muchos intelectuales les han enseñado el camino, en un ejercicio justificativo del terrorismo.
 
Noam Chomsky, por ejemplo, ha declarado que Estados Unidos es “un Estado terrorista”. José Saramago ha escrito que “Israel debe comprender las razones que empujan a un ser humano a convertirse en una bomba”. Así es como se presenta hoy Occidente: como una tierra de penitentes que se dan golpes de pecho cada vez que
alguien les culpa de algo.
 
Y es que el mayor peligro que acecha a Europa es la tentación del nihilismo. La de creer que no hay auténticos valores que merezca la pena defender, como la vida, la igualdad o la libertad. Que cualquier otro sistema axiológico, sea el que sea, es intercambiable con el nuestro. Esta tentación del relativismo radical me parece más que estéril, peligrosa.
 
Un relativismo moral radical que lleva a redefinir instituciones básicas en nuestra cultura, como la de la familia o la del matrimonio.  La familia y el matrimonio son un elemento esencial y básico para la sociedad. Se crea en Dios o no se crea. Se sea cristiano o no se sea.
 
Como explica muy bien Marcello Pera, no hace falta ser cristiano, ni siquiera creyente, para defender la familia o el matrimonio, entendido como unión entre un hombre y una mujer. Porque estas instituciones sustentan nuestra sociedad.
 
Las naciones y las sociedades fuertes son las que se basan en instituciones sólidas y respetadas, entre ellas, sin duda, la familia. Y de acuerdo con nuestra tradición occidental, el matrimonio es la unión de un hombre y una mujer.  Otras realidades, como las uniones entre personas del mismo sexo o las llamadas “modalidades alternativas de familia”, pueden ser muy respetables, pero no deben ser equiparadas ni al matrimonio ni a la familia.
 
La familia es una institución necesaria para la transmisión a las nuevas generaciones de los valores y principios que sustentan nuestra sociedad. Si debilitamos la familia, debilitaremos el nervio moral de nuestra sociedad y el mejor canal para la transmisión de los valores que han sustentado la civilización. Un camino que algunos, por un prurito progresista que no llego a comprender, parecen decididos a emprender irresponsablemente.
 
Ese relativismo moral lleva también a socavar  el concepto de los derechos individuales y universales, para sustituirlo por supuestos nuevos derechos en función de determinadas circunstancias de las personas. Asistimos a una proliferación absurda de derechos de diseño que le lleva a uno a preguntarse dónde queda la universalidad de los derechos de la persona. En definitiva, si realmente seguimos creyendo en la unicidad y universalidad de la idea de persona.
 
Creo que ese relativismo moral es una de las causas de la profunda crisis demográfica de Europa. Parece que los europeos hemos decidido no tener hijos. Si no creemos en casi nada y la satisfacción inmediata y sin complicaciones es el tema central de nuestras vidas, ¿para qué tener hijos? Muchos parecen satisfechos  con la perspectiva de una Europa envejecida y minoritaria, sin voluntad de pervivir. Una Europa que no crece económicamente, que no quiere tener hijos y que no está dispuesta a defender sus valores, ¿dónde va?
 
Señoras y señores, el gran reto al que se enfrenta Europa y en gran medida todo Occidente es creer en los propios valores y en su predicamento universal. Y hay que decir que no es imperialismo desear que la igualdad entre hombres y mujeres sea válida en Milán, Londres o Nueva York pero también en Kabul, Bagdad o Teherán. Que la libertad de conciencia es un bien y que debemos trabajar para que nadie pueda ser condenado a muerte o a penas de cárcel por sus creencias religiosas, como por desgracia ocurre en países no lejanos.
 
Fuera de nuestras fronteras el gran reto es la extensión de la libertad y de la democracia. Este es no sólo un deber ético, sino un desafío existencial. Procurar la libertad y la democracia para el mayor número de naciones y personas no es sólo un imperativo moral, también es un interés de primer orden para Europa. No llego a entender a quienes sostienen, con sus ideas o con sus acciones y omisiones, que la libertad y la democracia y el reconocimiento y garantía de los derechos fundamentales no son para todos. Porque si no son para todos, al final acabarán pudiendo no ser tampoco para nosotros.
 
Señoras y señores, el segundo gran reto al que nos debemos enfrentar es poner límites a Europa. Y no me refiero solamente a los geográficos. Hay que poner también límites a lo que Europa puede y debe hacer. Europa no puede ser una excusa para recortar libertades, como a veces parece que  intentan algunos hacer desnaturalizando el proyecto europeo .
 
El origen del proceso de integración europea fue justamente la idea de ampliar la libertad de los ciudadanos, de las personas. Europa no puede ser un proyecto de ingeniería social. Hay que recuperar la idea primigenia de los padres de Europa y avanzar por la Europa de las libertades. La condición de la libertad es la limitación del poder. Europa debe estar centrada en la libertad.
 
En este sentido hay que tener en cuenta que el marco histórico en el que la libertad ha crecido en Europa ha sido y es las naciones que la conforman. Europa no sobreviviría al intento de liquidar esas naciones, porque hemos de ser conscientes de que los valores europeos necesitan ser encarnados en realidades políticas más cercanas y decantadas por la historia.
 
El tercer gran reto de Europa es el de la economía abierta. El futuro de Europa sólo se puede basar en la economía de la libertad y de las oportunidades. Mientras debatimos sobre un supuesto modelo social europeo que ha creado millones de parados, el mundo sigue girando. Si queremos generar confianza para crecer, la solución no es el intervencionismo ni el proteccionismo, sea a escala nacional o europea. Europa necesita crecer y crear más empleo. Y el camino para hacerlo de forma sostenida es el de la apertura y la liberalización, en un marco de estabilidad. El Mercado Único, la creación del euro, el Pacto de Estabilidad y crecimiento han sido grandes logros y convendría avanzar por ese camino.
 
También creo que Europa debe abrirse más al mundo. La creación de una gran zona económica de integración con los Estados Unidos, abierta al resto de países que quieran participar en ella, puede ser un gran motor de crecimiento económico en Europa y en todo el mundo. La experiencia histórica de Europa ha sido que cuanta más apertura e integración ha habido mejor han ido las cosas desde el punto de vista económico.
El cuarto reto al que Europa debe hacer frente es el de la inmigración. Y creo que el modelo para tener éxito no puede ser otro que el de la integración, basada en los valores y principios de la sociedad abierta. Esos valores que son europeos pero que se encarnan en las naciones que forman Europa. Es urgente que resolvamos esta cuestión y que cada nuevo inmigrante  que llegue a Europa sea para compartir nuestros valores y principios, de raíz cristiana, pero abiertos a todos. Y la única forma de hacerlo es integrarse en las naciones que integran Europa, en la sociedad italiana, francesa o española, cada una con su historia y su rica pluralidad.
 
Por último, creo que Europa no debe renegar del concepto de Occidente ni de su proyección atlántica.  El vínculo atlántico preservó la libertad en Europa en el siglo XX. El futuro de la libertad y de la democracia en Europa y en todo el mundo depende de que seamos capaces de renovar ese lazo vital para nosotros. Pretender crear una Europa de espaldas a la realidad atlántica sería un empeño suicida.
 
Señoras y señores, el año pasado se cumplieron cincuenta años de la declaración de Roma. Es una ocasión para conmemorar un éxito histórico sin precedentes. Pero también es una ocasión para alimentar la esperanza de una Europa que necesita afrontar el futuro con optimismo.
 

Confío en que los líderes europeos sepan lanzar el mensaje de la Europa fiel a sí misma, fiel a la idea de la libertad y la dignidad de la persona. La Europa de las de las naciones viejas que ponen de lado sus querellas históricas a favor de un proyecto de libertad, apertura, fortaleza y confianza para ganar el futuro. Es la oportunidad para lanzar una gran ofensiva a favor del rearme moral de Europa.

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