En principio nunca es malo que el estado, cualquier estado, se convierta en residual. Siempre que lo sea a favor del sector privado. Pero hacerlo residual para que lo supla otra administración más gorda y politizada, más ávida de impuestos, más intervencionista y más profesional de la ingeniería social, es un mal negocio.
Pero además, con el Estado no sólo desaparece en Cataluña la titularidad de un entramado burocrático. Desaparece la última oportunidad de que España se comporte como una nación en el conjunto de su territorio, con sus contenidos educativos mínimos, con su solidaridad garantizada, con su lengua común respetada, con sus afectos intactos. Por eso cuando el presidente de la Generalidad habla de “estado residual”, en realidad quiere decir “España residual”. Si quisiera decir lo que dice, no habría razón para haber injertado el concepto de nación catalana en el estatuto esperando que el árbol de la lealtad y la colaboración entre administraciones acabe dando el fruto de la traición y las querellas entre patrias.
Se ufana Maragall de presidir lo más parecido a un estado, se alegra del amistoso residuo español, y yo me quedo estupefacto. No porque mienta, como le reprochan sus ex socios separatistas, sino precisamente porque no miente, o, más exactamente, porque no cree necesario disimular. Está convencido de que nos da una buena noticia. Uno de los rasgos alarmantes de este hombre es que nunca habla para su interlocutor o su audiencia aparente, que en este caso, dada la fecha y la circunstancia, éramos todos los catalanes. Habla para un tercero que no está ahí. Por ejemplo, en Sant Jaume de Frontanyà, el pueblecillo de los treinta y un habitantes, Maragall hablaba para su abuelo, le rendía cuentas al autor de Adéu, Espanya, reportaba con ultratumba.
¡Cómo se rasgaban las vestiduras el tripartito y sus medios cuando vaticinábamos lo que ahora el honorable prejubilado reconoce! Asaltaban a los críticos, en bañador o en capuchita, verduguitos disfrazados de víctimas que corrían a esconderse al Congreso. Nos amenazaban con las mordazas del CAC y su policía del pensamiento por adelantar el actual motivo de su alegría: que en Cataluña, España iba a ser un residuo. Nos pegaron la estrella amarilla del anticatalanismo a cuantos avisábamos de lo que había. Y después de tanto lamento, llega el tío, coge el micro y habla como un tertuliano de la COPE: con el nuevo estatuto, Cataluña es como un estado, y España es residual. Maragall merece aparecer en la próxima edición deLes barbaritats de la COPE.