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José Vilas Nogueira

El discreto encanto del proceso

K debía ser condenado; no había testimonio alguno de que suscribiese el pensamiento del Presidente Z, numen de la paz y de la democracia; ergo se oponía a la inmensa mayoría del pueblo.

Aunque la autoridad competente había renombrado todas las cosas, animadas e inanimadas, como correspondía a un Estado de Derecho, había un conjunto ordenado de leyes, e incluso permanecían en vigor normas promulgadas con anterioridad a la llegada al Gobierno del Presidente Z. K acababa de despertarse. Era algo tarde, y su mujer había salido ya. Para su sorpresa, dos hombres habían entrado en su habitación: "Vístase y acompáñenos a comisaría", dijeron aquellos que parecían policías.

"¿Por qué?", balbuceó K, que ni era muy valiente, ni estaba familiarizado con las dependencias policiales. No obtuvo respuesta. Una vez en comisaría, el Inspector-jefe le demandó: "Sabe usted que la inmensa mayoría de la población apoya el proceso de paz, valerosamente emprendido por el Presidente Z? ¿Es consciente de que oponerse a este proceso es una conducta fascista? ¿Se da cuenta de que un Estado de Derecho no puede permitir estos comportamientos criminales?"

La mente de K había quedado en blanco. Recordó una perrería de un profesor del bachillerato, al que apodaban "pisahuevos". Inmediatamente, apartó con vergüenza y temor tal recuerdo. No estaban las cosas para bobadas, pensó, mientras el pánico le subía como una serpiente, midiéndole la columna vertebral, del cóccix a la nuca. Con un gran esfuerzo de concentración, acertó a decir: "Mire, Sr. Comisario, yo soy apolítico". "Sólo Inspector, Inspector-jefe", le interrumpió con insolente modestia el policía. "Vale, pues como le decía soy apolítico; es verdad que tengo un amigo de Bilbao, pero también es apolítico. Nunca he tenido relación con gente del PP; ni conozco a ninguna víctima del terrorismo...".

"Por favor –cortó bruscamente el Inspector– no me distraiga con tonterías. Además, sólo pueden agravar su situación". Sacó de un cajón un gran montón de periódicos. "Vea usted lo que dice el diario oficial", exclamó. Y se puso a leer, con gran cuidado, como si estuviese haciendo una prueba para un empleo de locutor, los titulares de diversas declaraciones del Presidente Z, del Supercomisario P, del Secretario B, del terrorista O y de otros archimandritas. También leyó, con gran reverencia, algunos textos de intelectuales y periodistas progresistas.

Una densa niebla había inundado la mente de K. La lectura debía haber durado mucho tiempo. En su confusión, le parecía que los textos que le habían leído eran contradictorios entre sí y no observaban ninguna congruencia. Pero el Inspector-jefe era de otra opinión. "Estos son los hechos", proclamó concluyente. K se sorprendió asintiendo con gesto mecánico. Se rehizo inmediatamente e intentó preguntar qué relación tenía él con aquellos hechos. No pudo formular la pregunta. "Queda usted detenido por oponerse al proceso de paz", dijo con evidente enojo el policía. Los esfínteres de K se relajaron; el cálido líquido le mojó las perneras del pantalón, hasta humedecerle los zapatos. Desesperado, hizo un último intento: "con el debido respeto, yo no me he opuesto...". No pudo terminar. Dos policías lo condujeron al furgón carcelario.

Unos meses más tarde se celebró el proceso. El abogado defensor expuso los extremos que ya conocemos: K no tenía ninguna relación con el Partido Popular; menos todavía con las víctimas, cuyo rencor le repugnaba; era apolítico, etc. Pero la Sala acogió los irrebatibles argumentos del Fiscal. K debía ser condenado; no había testimonio alguno de que suscribiese el pensamiento del Presidente Z, numen de la paz y de la democracia; ergo se oponía a la inmensa mayoría del pueblo. Incluso, había indicios de que pretendía pensar por sí mismo. Su alegación de apoliticismo, lejos de exculparle lo condenaba con mayor motivo, pues revelaba su carácter franquista ("haga usted como yo, no se meta en política", había dicho el General).

Al escuchar la sentencia, una risa floja se apoderó de K. En el fondo de la sala de audiencias el Presidente Z, el Supercomisario P, el Fiscal C, el Secretario B, el terrorista O y una docena más de dignatarios y terroristas cagaban juntos, muy amigados, sobre sendos ejemplares de la Constitución. El pobre K se había vuelto loco.

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