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José García Domínguez

¡Oh, Uropa!

Y es que, en el fondo, el ridículo papanatismo continental de nuestra izquierda no deja de ser otro síntoma de la gran enfermedad nacional: el autodesprecio que ha inoculado el canon intelectual progresista en la conciencia colectiva española

Existe un imperativo de orden estético que obliga a cualquiera mínimamente sensible a rechazar ese Tratado: la permanente, insoportable repetición ad nauseam de sus virtudes. Contaba el Nobel Joseph Brodsky que por idéntica razón se transformó en decidido anticomunista a la precoz edad de catorce años. Aquello que lo que lo empujaría primero a la cárcel y luego al exilio, no sería una disidencia filosófica, sino la incapacidad para tolerar la imagen ubicua de Lenin en su vida. Y es que lo que comenzó a asfixiarlo ya de niño no fue la mediocre verdad cotidiana del comunismo. Por el contrario, lo definitivamente insufrible para él resultó la machacona reiteración de aquel semblante plomizo –la cara de la utopía– por todas partes. Y tras haber padecido estos días la fascinación gárrula de la inmensa mayoría de los medios ante nuestro porvenir en Uropa, uno empieza a comprender de verdad al mejor poeta ruso del siglo XX.
 
La repetición eterna. Cuando Max Estrella agarraba un colocón de Referéndum Plus se quejaba a su colega Don Latino de Hispalis de la crónica tara espiritual de este país; de que, aquí, el Infierno siempre acaba en un caldero de aceite hirviendo y el Cielo, en una kermesse sin hacer marranadas. Bueno, pues ha pasado un siglo y la izquierda sigue instalada en el callejón del Gato. Uropa, para esa gente, se ha convertido en la clonación perpetua de una comuna de los Hare Crishna; en un decorado del Teatro Chino de Manolita Chen repleto de velitas de sándalo, ninfas anoréxicas dando saltos por los pasillos de Bruselas, pajaritos piando la salmodia de la paz perpetua, y una masa de lerdos sonrientes corriendo campo a través sobre un lecho de margaritas silvestres. Uropa, la quimera del hijo tonto de los Alcántara, al alcance de su mano.
 
Y es que, en el fondo, el ridículo papanatismo continental de nuestra izquierda no deja de ser otro síntoma de la gran enfermedad nacional: el autodesprecio que ha inoculado el canon intelectual progresista en la conciencia colectiva española. Porque entre los bastidores de ese imaginario empalagosamente kitsch se esconde otra vez la patología del complejo de inferioridad; el debemos ser entusiastamente uropeos a cualquier precio, sea el que sea, porque sólo así devendremos un poco menos españoles. Operan en ese apocamiento psicológico los mismos resortes emocionales que fuerzan la claudicación moral ante los tigres de papel del nacionalismo vasco y catalán. Idéntica es la indigencia cultural ante al objeto de su fascinación. Idéntica la renuncia a las señas de identidad propias frente al fetiche sublimado. E idéntico el error fatal de partida: creer que España constituye el problema y no una solución. La única.

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