El pasado lunes 15 George W. Bush anunció una medida de gran calado que supone replantear nada menos que el papel del ejército de los Estados Unidos fuera de sus fronteras. Los Estados Unidos reducirán el número de soldados destacados de forma permanente en bases foráneas en unos 70.000. Dado que en total la primera potencia mundial tiene más de 260.000, el repliegue es de gran calado, en una repatriación que afectará principalmente a las fuerzas desplegadas en Europa y en Asia. Por lo que se refiere a nuestro continente, Alemania alberga nada menos que a 71.592 soldados estadounidenses e Italia a 14.000.
Esos números muestran a la vez dos cosas. Un claro compromiso con Europa, y que todavía se mantenían las estructuras de la defensa del viejo continente frente a la vecina tiranía. El 9 de noviembre de 1989, con la caída del muro de Berlín, terminaba la Guerra Fría y el 11 de septiembre de 2001 empezaba otra era cuyo alcance solo podemos adivinar. El nuevo planteamiento estratégico estadounidense da carpetazo a la primera y es una primera reacción en respuesta a las nuevas amenazas. El terrorismo islámico, que el Informe de la Comisión del 11 de septiembre ha señalado como nuevo enemigo de la democracia en el mundo, no solo está localizado en otras áreas del globo, sino que no se puede combatir con la misma eficacia con ejércitos convencionales. Esa es la idea detrás de la decisión del Presidente Bush. Además, claro está, de arrancar unos cuantos votos, como se desprende de que el anuncio lo haya hecho en una convención de veteranos, que representan 26 millones de votantes.
Cabe preguntarse dónde queda el discurso que coloca a George W. Bush como un imperialista sin medida, que tiene como único objetivo manejar el mundo a su voluntad por medio de su descollante supremacía militar. Ahora resulta que el imperialista neocon tiene planeado retirar una parte importante del despliegue militar estadounidense en el mundo. Preocupa más el destino de otro discurso, el que exige una defensa europea autónoma, alejada de la ayuda estadounidense, y que ahora va a tener que pasar por su piedra de toque. Europa habla mucho de defensa europea, pero los ciudadanos no están dispuestos a pagar la enorme factura necesaria. Especialmente si ello obliga a acrecentar un mastodóntico gasto público o, más probablemente, a renunciar a otros gastos más queridos de votantes y políticos. No es una cuestión baladí, especialmente cuando Alemania está inmersa en un doloroso proceso de reforma en su gasto social. Francia, Italia y otros países europeos se enfrentarán inevitablemente a los mismos problemas, y un aumento de gasto militar supone un nuevo dolor de cabeza para los representantes europeos. Se vive mejor exigiendo la autonomía defensiva europea siempre que sea el amigo americano el que pague ese discurso.