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César Vidal

1. ¿Quién le ayudó a conquistar el poder?

Al igual que en el caso de Osama ben Laden, no son pocas las voces que han repetido la tesis de que Sadam Husein es tan sólo una creación de Occidente, especialmente de los Estados Unidos, que, finalmente, se ha vuelto en contra suya. La teoría tiene apariencia de ser plausible en la medida en que permite culpar una vez más a la política exterior norteamericana de todos los males existentes en el mundo pero, en realidad, ¿quién ayudó a Sadam Husein a conquistar el poder?

El camino que llevó Sadam Husein de ser un joven huérfano nacido en 1937 en la aldea de Al-Uja (El Giro) situada a las afueras de Tikrit a convertirse en dictador casi omnipotente de Irak fue largo y dilatado. Aún más. Puede decirse con toda justicia que había pocas razones para esperar semejante éxito. Irak se convirtió en monarquía el 23 de agosto de 1922 por voluntad expresa de los británicos. Su primer monarca, Faisal, fue débil y cuando falleció en 1933 fue sucedido por su hijo Gazim, un homosexual populista que obstaculizaba la continuidad de la dinastía y que, a pesar de caldear los ánimos con afirmaciones nacionalistas, se mostró incapaz de evitar la influencia extranjera. En 1941, el primer ministro iraquí Rashid Alí decidió aliarse con Hitler para expulsar a los británicos de Irak pero el Führer no respondió a sus demandas de ayuda con suficiente rapidez y la revuelta fue aplastada. A pesar de todo, la idealización de los nazis caló en algunos sectores de la población y entre ellos se encontraba un tío de Sadam, Jairallah, que se ocupó del muchacho una vez que su padre desapareció de su vida por razones que no son fáciles de discernir y que, según algunos, apuntarían a la ilegitimidad del futuro dictador. Jairallah tuvo una enorme influencia en el destino de Sadam Husein ya que no sólo le inoculó su peculiar visión política sino que además le presentó a Ahmad Hassan al-Bakr, un oficial del movimiento Baaz que tendría una enorme influencia en la política iraquí.

La nacionalización de Suez, un toque de atención. A mediados de los años cincuenta, Estados Unidos comenzó a preocuparse por la situación en Oriente Medio fundamentalmente a raíz de la política llevada a cabo por el egipcio Nasser, teñida de un nacionalismo árabe profundamente anti-occidental. En 1955, se concluyó el pacto de Bagdad entre Estados Unidos, Gran Bretaña, Turquía, Irán y Pakistán, cuya finalidad era asegurar la tranquilidad en la zona y evitar una mayor influencia soviética. Nasser respondió al acuerdo llegando a un pacto con la URSS y nacionalizando al año siguiente el canal de Suez, un paso que desencadenaría una guerra. A la sazón, Nasser era un referente para el mundo árabe —de manera sorprendente así lo sigue considerando en la actualidad algún arabista español— y su influencia, en general nefasta, se manifestó, por ejemplo, en el golpe de 14 de julio de 1958 en Irak. Considerado con toda razón como uno de los episodios más sangrientos de la considerablemente cruenta historia de Oriente Próximo, el golpe comenzó con el derrocamiento del monarca y el asesinato de toda la familia real —sólo la esposa del regente se salvó y eso porque la dieron por muerta— y continuó con una purga de dimensiones difíciles de calcular. De esa manera, desapareció la monarquía y llegó al poder el general Abdul Karim Qassem, dirigente de un grupo denominado de los Oficiales libres. Qassem había contado con la ayuda del partido nacional-socialista Baaz pero, por supuesto, no estaba dispuesto a verse fiscalizado por él. Llegado el momento, no tuvo ningún problema en tomar algunas medidas en contra suya y esta circunstancia llevó a un joven llamado Sadam Husein, miembro del Baaz pero sin papel alguno en el golpe, a exiliarse en 1959.

Los tres años y medio siguientes los pasó Sadam Husein, primero, en Damasco y luego en El Cairo. Posiblemente, allí hubiera permanecido indefinidamente de no ser por la evolución seguida por el general Qassem. En 1959 abandonó el pacto de Bagdad —lo que preocupó enormemente a los Estados Unidos— y comenzó a depender de manera creciente de la ayuda soviética. Sin embargo, lo que acabó provocando la intervención norteamericana fue el plan de Qassem para invadir Kuwait. En febrero de 1963 Qassem fue derribado mediante un golpe planeado por la CIA. Sadam Husein, que tampoco había tenido nada que ver en este golpe, se apresuró a regresar a Bagdad, donde volvió a relacionarse con Bakr. No pudo hacer mejor elección porque, a la sazón, el nuevo presidente, Abdul Salam Arif, lo había recomendado como primer ministro por su papel en el derrocamiento de Qassem. El partido Baaz había garantizado a la CIA que habría juicios justos y que no se producirían excesos. En realidad, sucedió todo lo contrario. Los casos de detenidos, torturados y asesinados pronto se sumaron por millares y en ellos intervino de manera directa Sadam Husein. Ciertamente, sobre el organigrama del nuevo poder su papel era insignificante pero ya se estaba situando dentro del partido en relación con los servicios de inteligencia aunque, de momento, no pasara de ocuparse de tareas como la tortura o la visita a campos de concentración.

El golpe del Baaz. En noviembre de 1963, Arif decidió deshacerse de los ministros del Baaz reemplazándolos por oficiales de confianza. Semejante medida apartó a Bakr, el mentor de Sadam Husein, del poder, pero su peso en el partido Baaz se acrecentó al ocupar los vacíos dejados por la represión. A esas alturas, Sadam Husein —que había estudiado con verdadera fruición la vida y la obra de Stalin mientras estaba en El Cairo— se dedicó a colaborar con Bakr en la reestructuración del partido. El partido Baaz dedicó buena parte del año 1964 a barajar planes para asesinar al general Arif. No tuvieron éxito y además, entre otras consecuencias, se tradujeron en el encarcelamiento de varios de sus miembros entre los que se hallaban Sadam Husein y su tío. Sadam fue bien tratado en la cárcel entre 1964 y 1966 hasta el punto de que llegó a sospecharse que fuera un delator al servicio del gobierno. Finalmente, el 23 de julio de 1966 logró huir con dos baazíes. No estuvo mucho tiempo en la clandestinidad. En 1967, durante la guerra de los seis días, Irak representó un patético papel frente a las fuerzas israelíes, circunstancia que fue aprovechada por el Baaz para agitar a las masas. El 17 de julio de 1968, el partido Baaz dio un golpe de estado que derribó a Arif.

El episodio resultó incruento porque Arif aceptó retirarse del poder a cambio de que se le asegurara su integridad física. Lo que vino a continuación era fácil de prever. Siguiendo fielmente el manual leninista, el partido Baaz se convirtió en el estado a la vez que iba eliminado a las restantes fuerzas políticas. Por lo que se refiere a Sadam Husein, su papel fue muy limitado hasta el punto de que fue el único de los conspiradores que no recibió un cargo gubernamental. A esas alturas, sin embargo, tenía más que decidido su ascenso por la escalera del poder y no deja de ser significativo que su primer peldaño fue la articulación de macro-juicios que recordaban, seguramente no por casualidad, los que tuvieron como escenario Moscú en los años treinta. La primera de las ejecuciones tuvo lugar el 27 de enero de 1969 en el centro de Bagdad. De entre los ahorcados por espías —un cargo más que dudoso y que recuerda nuevamente a las víctimas de Stalin— nueve eran judíos.

Las muertes, que tuvieron lugar en un día declarado fiesta nacional y con una afluencia masiva preparada por el partido en el poder, estuvieron envueltas en soflamas contra Israel y los Estados Unidos, incluida una alocución de Radio Bagdad señalando que aquel era “un primer paso en la liberación de Palestina”. Se trataba únicamente de la primera de una dilatada lista de ejecuciones públicas. Durante los meses siguientes, Sadam Husein demostró una habilidad fuera de lo común en las tareas de represión. Fueran comunistas —miembros de un partido especialmente peligroso en periodo de revuelta—, posibles golpistas o kurdos, Sadam se mostró cruelmente despiadado. Sin embargo, su conquista del poder no iba a venir tanto determinada por su capacidad para la lucha interna como por el apoyo internacional.

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